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Entre gestos: el matrimonio y una botella plástica

Juan Sebastián Mina

Agnieszka Traczewska obtuvo el segundo lugar en el Concurso Internacional de Fotografía de National Geographic por una foto tomada en una boda jasídica. Tomada de Culture.PL.

“Que el aspecto exterior de un hombre es 

un retrato de su interior, y el rostro una expresión 

y revelación de la totalidad del carácter”

Schopenhauer


Punctum: una introducción necesaria

Como la fotografía es pura, diría Barthes, y no puede ser otra cosa, revela enseguida esos «detalles» que constituyen el propio material del saber etnológico. Esos «detalles» son los que despiertan un gusto punzante en mí (a pesar de mi precaria relación con la fotografía) y me suscitan el descubrimiento de algo o alguien. Ese detalle arrastra toda esta lectura, mi lectura, mi aventura. Imagínese, lector, lectora, un campo verde ─del verde que usted prefiera, el mío es el verde del aguacate maduro─. A ese campo lo llamaremos studium, un panorama amplio y libre. Ahora imagine un viento que galopa sobre la hierba dócil, frágil, alegre. El viento de mi cuadro es frío, pero usted puede tener el viento de su elección. Arriba, el sol ha perdido su fuerza, pero algunos rayos se niegan a perderse el desfile de chicharras, ranas y luciérnagas que empieza a desperezar el día. Imagine que usted centra su mirada en una chicharra que está justo en la punta de una hoja alargada en mitad del prado. Usted no sabe por qué su mirada se fijó en ella, pero lo hizo. Y ahí está usted, viéndola atentamente mientras la chicharra está impávida, como devolviéndole la mirada, llamándole a que se una a ella y dé un salto al vacío. Ella volará, quizás usted también lo haga. Y a esa conexión entre chicharra y usted, lector, lectora, la llamaremos punctum; punctum es el «azar que en la fotografía me despunta, pero que también me lastima, me punza», como lo define Barthes. Eso es Punctum, una excusa para hablar de fotografías que han punzado mi experiencia y generan toda clase de reflexiones, aparentemente arbitrarias, cuyo hilo conductor es la sucesiva y siempre presente curiosidad de quien escribe. A continuación, la primera entrega en esta nueva categoría.


Sea Shearim, un barrio ultraortodoxo de Jerusalén, fue el escenario donde se tomó esta fotografía ganadora del segundo lugar en el concurso National Geographic Traveler Photo Contest (2014). La imagen muestra a una joven pareja de recién casados. En este barrio es costumbre que las bodas estén pactadas por un casador (Shadkhanim), y el objetivo de todo matrimonio es tener el máximo número posible de hijos. Salvo casos médicos, las familias israelitas tienen de 5 a 10 hijos y la media en mujeres ultraortodoxas es de 6,8 hijos. Se trata para esta comunidad, los jaredíes, de un mandato religioso importante: «creced y multiplicaos» (Gn 1:28; 9:1,7).

Los bisoños Aarón y Rivkeh, según la descripción al pie de la foto, se encontrarán por primera vez en sus vidas. Esta pareja no es la excepción que rompe la regla, es la regla: su matrimonio estaba pactado. De hecho, los jóvenes solo se habían reunido una vez antes de la boda, pues lo tenían prohibido. Ni siquiera podían hablarse. El distanciamiento ─marca registrada de esta comunidad─ es abismal para una pareja de recién casados. Esto es espejo de su cultura, pues sus prójimos suelen vivir al margen de las sociedades laicas que los rodean, incluyendo las judías, debido a que intentan poner en práctica los preceptos bíblicos en un ámbito no hostil. Si el anillo en la mano de la joven no resplandeciera como una metáfora en medio de algún mal poema, se diría que es la foto de dos extraños que se encontraron por casualidad en la boda de algún amigo en común. 

Este distanciamiento parece invadir todo el cuarto, recorrer el suelo, trepar caprichoso por las paredes y, como en una epifanía, tomar el control de los asistentes. Muestra de ello es el gesto de nerviosismo y extrañeza de la joven, hecho por demás entendible y, ante todo, necesario en alguien que acaba de comprometerse a vivir con otra persona por el resto de su vida. Alguien a quien no conoce. La joven, cuyos ojos expectantes no logra disimular, en un acto involuntario de respuesta al rubor, sin manchar el virginal vestido, se lleva la mano a la boca. Y su pareja… qué digo pareja, su esposo no está menos nervioso. En la foto, la risa del hombre ─una suerte de rictus nervioso que muestra los dientes en señal de alerta─ es la demostración de la escasa proxemia cultural. Los gestos los delatan. 

Una fotografía es una ocasión, un hurto para la inmortalidad de la existencia perdurable, y los elementos que la constituyen, con sus diversos matices, adquirirán la misma condición. Es el caso de los gestos. El gesto es un acto instintivo que apareció mucho antes que el habla. El impacto de un mensaje es 45 % verbal (la voz, la palabra, los silencios, el cambio de tonos, el volumen) y 55 % no verbal, es decir, nuestros gestos, posturas y ademanes. Los gestos son pequeños detalles que iluminan la fotografía. Estos, como la palabra, representan las expresiones más directas de los individuos, y constituyen los indicadores más precisos para medir esos mismos signos que expresan y se representan esos individuos. 

El gesto mismo impone a su estudio la condición de integrar el aspecto sociocultural. En este contexto, su mano funciona como aquella vieja casa esquinera donde se recluye la india con el doctor en concubinato. Ambas, tanto la mano para Rivkeh como la casa para Meme, responden a un intento por contenerse, por ocultar la vergüenza que carga a cuestas en una sociedad tradicionalista un tema como el sexo. En su introducción a una colección de ensayos titulados Las políticas del gesto, Michael J. Braddick señala que la interpretación de los gestos puede ser subjetiva, lo que es especialmente cierto cuando estos provienen de un momento diferente en la historia. La comunicación no verbal en los encuentros cara a cara, dice Braddick, fue y es culturalmente importante. Y, sin duda, el gesto de la joven, en cualquier parte del mundo, representa lo mismo: sonrojo, rubor, vergüenza. Y es comprensible, después de mucho tiempo los dejarán solos para… ¿hablar? Vaya usted a saber. 

Los gestos son forma de sociabilidad: condenan, perdonan, distinguen y, sobre todo, insinúan. La mujer que aparece vestida para una ocasión funeraria completa el trío gestual de la fotografía. Su nariz, a la que Quevedo ya dedicó un poema, y su mano en posición redentora (digo esto lejos del espíritu hereje) son luces que salpican sobre mí sin hacer mucho eco. Sin embargo, es el detalle de su sonrisa pícara que me atrevo a juzgar. Su sonrisa socarrona, así como la mirada traviesa, son elementos que hacen detonar los sentidos y las conjeturas en la fotografía. Esas marcas de algo que hacen que la foto deje de ser una cualquiera. Siento, en palabras de Barthes, mi aventura, un aura misteriosa, de algún secreto a voces, del «no dicho», pero bien sabido. Sexo, esta es la palabra que merodea por mi contaminada cabeza occidental

Cuando me topo, en medio de mi aventura, con la filosofía occidental todo adquiere otro sentido, quizás un sinsentido prejuicioso. Aquí está mi satori: la fotografía está compuesta por diversos elementos que guardan una relación armónica (flores, cubiertos, vajilla, copas… hasta el cuadro); sin embargo, hay uno que parece no tener correspondencia: la botella de plástico. Bien conocemos, y sufrimos, los cambios sociales que parecen ser el denominador común de estos tiempos, a los que Jean François Lyotard, un filósofo francés, llamó «la era post-industria» y la «cultura posmoderna». Y ni estas comunidades herméticas se libran de «los avances». 

El hecho de un matrimonio arreglado (práctica que se presupone antigua), exteriorizado en los gestos de ambas personas, contrasta profundamente con la presencia de la botella plástica (posmodernidad). En esa botella ingenua, sencilla, pendenciera, se materializa la presunta muerte de las ideologías ─uno de los tópicos del lenguaje que justifican una conducta pragmática y su adaptación del discurso a las diversas situaciones─ que arribó a puerto ultraortodoxo. No quiero pecar de extremista, pero ¿no es esto la muestra de un sujeto moderno con las variantes propias de la idiosincrasia religiosa? Me inclino, si me apuran, a decir que sí. Pero también debo puntualizar que es solo una fotografía que muestra una parte de lo humano-religioso en medio de una historia que lo absorbe, que lo devora con los dientes del tiempo y frente a la que el ser ha decidido, como un gesto de su terquedad esencial, hacerle frente con la esperanza y resignación que solo se tienen ante un enemigo que se sabe superior. 


Magalico

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