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Dagua
después

El presente cuento obtuvo el primer lugar en el II Concurso Nacional de Cuento Dagua Escribe, homenaje a Guillermo Becerra Collazos. Se publicó en el número 4 del Magazín Cultural Tren de Papagayos

Antonio José Hernández Montoya

Dagua Escribe
Imagen de WikiImages en Pixabay

Los ancianos nos prometieron todas sus riquezas, por eso aceptamos. Ellos querían viajar y nosotros teníamos una nave espacial; ellos habían amasado una fortuna y nosotros éramos unos pobres exmilitares; ellos querían cumplir su último deseo y nosotros todavía teníamos una larga vida por delante. En cierta forma las diferencias nos complementaban. Los viejos querían viajar a la Tierra, a una región de un país que se llamó Colombia. Ni Aurelio ni yo habíamos ido a esa parte de la Tierra; sí conocíamos Europa, porque navegamos allá con las primeras expediciones, las que se realizaron antes de la primera guerra interplanetaria. La guerra fue entre humanos, los hombres marcianos y los hombres lunares.

En fin, los ancianos pagaban bien por llevarlos a la Tierra, a una parte llamada Dagua. Eran un par de morenos canosos y arrugados. Nos suplicaron que aceptáramos, los dueños de las otras naves se habían negado, igual que las agencias de viajes, porque el planeta se podía destruir en cualquier momento. Les dijimos que sí y nos abrazaron. Luego quisieron saber si era legal. «Claro que sí», mentí. A Aurelio y a mí nos quitaron los permisos de navegación después de un accidente que tuvimos con la milicia. «De aquí hasta allá nos demoramos dos meses, señores. Nuestra nave no es tan rápida. Y solo podemos estar 24 horas allá porque nuestros trajes contra el calor solo resisten ese tiempo», dije. «No se preocupe, capitán. Un día es todo lo que necesitamos, hasta menos», dijo el anciano.

Dagua después
Imagen de WikiImages en Pixabay

Al día siguiente vinieron a vernos con sus maletas, su dinero y un documento en el que nos dejaban el noventa por ciento de sus pertenencias cuando regresáramos. Aurelio estaba más feliz que una lombriz intergaláctica. Los ancianos subieron a la nave y empezamos el viaje de Marte a la Tierra. Aurelio era un experto cuando se trataba de evadir los radares de la milicia. Después de despegar, los ancianos vomitaron como si tuvieran parásitos espaciales. Tardaron casi una semana en acostumbrarse a la velocidad de la nave. Les pregunté si era que nunca habían salido de Marte, si habían nacido allá y eran marcianos como nosotros. «No, no, nacimos en la Tierra, pero vinimos cuando niños en los últimos viajes, antes de la tragedia». El anciano se echó la bendición. Nunca pensé ver el gesto en persona, siempre me pareció que se trataba de una tradición del pasado.

Al principio los ancianos estaban tímidos. Al cabo de dos semanas por fin tuvieron más confianza y dejaron de susurrar entre ellos para conversar con Aurelio y conmigo. El viejo se llamaba Aldemar y la vieja se llamaba Teresa. En Marte fueron profesores de historia y de robótica, respectivamente. El hecho de pasar tanto tiempo encerrados con nosotros en la nave les aflojó la lengua. Tal vez comenzaron a vernos como sus alumnos o incluso como sus hijos. «Vamos a Dagua porque ahí nos conocimos. Después de la migración, nosotros nos prometimos regresar si era posible». «Menos mal la contaminación no ha destruido del todo el planeta», dijo Aurelio. Le encanta conversar, habla más que un loro. «Sí, caballero, menos mal aún nos queda un pedazo de hogar».

Durante el segundo mes, en los momentos en que comíamos juntos en el restaurante de la nave, Aldemar y Teresa comenzaron a contarnos su historia. Nacieron en Dagua en el 2025. Apenas iban a la escuela cuando la nieve inició su deshielo global y la lluvia ácida atacó África y Asia sin piedad. Mientras comían, Aurelio les preguntó por qué querían volver a una tierra en llamas, a un mundo que se deshacía con una velocidad sorprendente. Ellos se miraron sorprendidos, como si no supieran cómo explicarlo y nunca esperaran esa pregunta. «Hay algo que nos prometimos traer de vuelta», dijo Teresa. Aurelio, que es metido, quiso saber qué era, pero los ancianos dijeron que no podían decirnos.

En nuestras conversaciones de las tardes, que en realidad no tenían tiempo porque cuando uno navega tiene otro tiempo, conocimos a los ancianos como solo muy pocas personas lo han hecho. Ambos vivía en El Queremal, una zona antes fría pero que el calentamiento hizo solo fresca. Ambos fueron el primer beso del otro. Las familias de ambos iban los sábados de paseo a Loboguerrero y a la Torre Mudéjar. «Yo siempre tuve el sueño de ser Reina de la Piña», dijo de repente Teresa como si hablara consigo misma. Como la miramos bastante asombrados, ella fue por una revista donde había fotos de las reinas de cada año. Aurelio estaba contento viendo los antiguos disfraces de las reinas. «Es una lástima que en Marte no haya reinas». «Las reinas son cosas del pasado», dijo Teresa.

En cierta ocasión nos hablaron de algo que se llamaba Ferrocarril del Pacífico. Aurelio solo conocía la palabra «pacífico» porque antes fue un mar. Al contrario, yo estaba familiarizado con el término «ferrocarril» o «tren» como le dicen los pobres; para un piloto como lo soy, los medios de transporte son casi excitantes y estos vehículos antiguos, que tranquilamente pueden ser llamados los padres de nuestras naves, merecen mi respeto y atención. Aldemar nos dijo que el Ferrocarril del Pacífico fue el hecho que condujo a la fundación de Dagua. Los trenes eran de carga y paraban en el municipio para abastecerse y dejar mercancías. Los dos ancianos eran la historia viva de ese pueblo olvidado por la humanidad posterior.

Al entrar a la atmósfera de la Tierra, la nave empezó a sacudirse de la nada por el calor. Los ancianos volvieron a vomitar como si se estuvieran muriendo y dejaron de hablar con tanta frecuencia. Puse las coordenadas del municipio y nos aproximamos. Aterrizamos la nave en el hondo cadáver de lo que antes fue el Río Dagua. Los ancianos estabas entusiasmados; se les notaba en las caras y en el temblor de sus manos. Era el momento decisivo. Los cuatro nos pusimos los trajes para protegernos del calor y bajamos. Aurelio se encargó de ayudar a Aldemar mientras yo le servía de apoyo a Teresa. Abajo encontramos un desierto. 

Los ancianos se tomaron de la mano y avanzaron con lentitud. Nosotros nos dedicamos a cuidar sus pasos. Lo que Aurelio y yo veíamos era un puro desierto, con algunas piedras de color gris que se resistían a deshacerse. No había árboles. Ni siquiera había la sombra de la sombra de un árbol. En el suelo de vez en cuando vimos cucarachas. En marte no hay, las conocíamos solo por las historias. Aldemar y Teresa se divirtieron aplastándolas. La verdad parecía tan placentero que Aurelio y yo empezamos a matarlas soltando carcajadas mientras avanzábamos por Dagua. Después de un punto que para mí fue igual al resto del paisaje, los ancianos comenzaron a emocionarse. «Aquí quedaba la tienda», decía Teresa. «Acá estaba la discoteca», decía Aldemar. Nosotros no veíamos nada; ellos veían Dagua.

Dagua después
Imagen de Arek Socha en Pixabay

Al cabo de mucho caminar, los ancianos se dieron la vuelta y nos miraron, a través del duro y poderoso casco vimos sus ojos brillantes, plenos, satisfechos. Aldemar y Teresa dijeron que iban a quedarse. «Pero la piel se les va a quemar y los ojos les van a sangrar», contestó Aurelio. «Y les va a faltar el aire». Tuve que pegarle a Aurelio para que dejara de hablar. Los ancianos nos dieron las gracias y se despidieron. Vinieron a morir a Dagua. Nosotros regresamos a la nave en silencio, adoloridos porque les habíamos cogido cariño. Al entrar, nos quitamos los trajes y tomamos duchas hidratantes. Después volvimos a la cabina. En ella encontramos una flor rosada y marchita protegida por un plástico conservante que tenía la palabra «quereme» escrita en la etiqueta. Debajo de la flor estaba la revista con las reinas y el mensaje «la última flor para los últimos hombres que salieron vivos de la Tierra».

El planeta Tierra se desmoronó apenas un año después. El acontecimiento fue televisado en todo Marte. La última vez que estuve allá fue en Dagua. 



Antonio Jose Hernandez Montoya

Licenciado en Literatura egresado de la Universidad del Valle. Ha ganado diversos concursos de cuentos. En 2021 obtuvo el «Estímulo para la creación literaria en zona urbana y zona rural de Santiago de Cali para artistas emergentes» de la convocatoria Estímulos Cali. En ese mismo año obtuvo el primer lugar en el 31º Concurso Nacional de Minicuento Rodrigo Díaz Castañeda. En 2022 fue finalista del XV Concurso Nacional de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín. Es autor del libro de minicuentos «La muerte y otras minucias» (Ediciones El Silencio y Editorial Universidad Santiago). Escribe cuento, minicuento y ensayo.