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Aullido
de humanidad

Mattias La-Rotta

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En este bosque aparecen los que no leen este cuento. Imagen tomada de Pixabay.

 «Si la muerte tuviese ojos, alma y piernas, ya se hubiese suicidado. Nadie la conoce y todos la rechazan. Nadie juega con ella, ni bailan a su son. Tampoco la tratan, y para ponerse su nombre sobre la boca, agachan la mirada. Los humanos son unos ególatras. Se merecen todo lo que desde las montañas puedo ver que les sucede. Solo me es necesario aullar para ser socorrido, pero dentro de su lenguaje hay códigos individuales que nunca entenderé, y no son regocijo ni entre ellos mismos. Son tan pretenciosos que, cuando no conocen algo, lo mitifican; sin embargo, a Dios sí le plantan clara. No los entiendo y no me interesa hacerlo, no me pienso librar para volver a peregrinar entre las mil tierras que ya han conquistado, porque hasta del barro se creen dueños. No sé si aquello de la reencarnación, que tanto mencionan, sea cierto; si lo es, espero no hacerlo. No hay nada en este plano, entre ustedes, que valga más que mi libertad. No rogaré, como tampoco lo hicieron sus mártires héroes, que tal vez por eso son héroes, porque supieron irse. ¡Hazlo!»

Esas fueron las palabras del lobo antes de que el leñador le atravesase con su hacha.

Doscientas noches y quinientos sueños atrás Caperucita fue roja, antes de tiempo. Su madre era un alma libre, desentendida. Se pasaba el día conversando con las hortalizas, dando gracias al sol o suplicando por rocío que menguase el aliento de los girasoles; dependiendo de la época. Esa ausencia la suplía su abuela, como muchas otras mujeres en su segunda oportunidad de dar vida sin parir. Se mantenía distante de ciertas conversaciones para no hablar de más respecto a la unión que dio fruto a su pequeña nieta. Por suerte, o no tanta, su padre estaba implicado en lo que a crianza concierne, demasiado implicado. Le contaba, de noche, mientras mamá decapitaba los tallos de las rosas que aún no crecían para cultivarlas al día siguiente, la historia del lobo feroz.

El lobo es una bestia y por eso tiene cuantas licencias sean imaginables. No hay humanidad en él y no tiene por qué haberla. En las noches, el lobo, poseído por la misma fuerza que manipula las mareas, entraba en cuevas ajenas, vírgenes de asalto y de desprecio. Lo hacía porque era el dueño de la noche y todo lo podía. En aquellas cuevas, llenas de familias, sueños y esperanzas, el lobo hacía y deshacía. La montaña que lo acogía no volvió a ser imponente ni verde nunca más. 

Caperucita creció, y aunque ya era roja cuando se casó, nadie lo supo. Mil noches su esposo intentó trascender más allá de los votos, hacerlo carnal. Mil noches Caperucita se daba la vuelta y se consolaba con las leyendas del lobo. Tantas veces las escucho que la creyó. Solo hasta una noche, cuando la paciencia y cortesía dignas de todo génesis afectivo colmó su paciencia, su esposo se pronunció al respecto.

Él era hombre y tenía impulsos, tenía deseos. «El lobo los tuvo también», respondió ella. Fue entonces cuando evocó un recuerdo, en algún punto de su cronología, en algún lugar de su realidad, cuyo nombre no recordaba, cuando una bestia le atacó y dejó secuelas en el cuerpo imposibles de exhibir.

En un acto de valentía, el hombre tomó el hacha y a su mujer entre sus brazos, como si esta quisiera ser rescatada, o tan siquiera fuese rescatable lo pretendido.

Degolló al primer lobo que encontró.


Mattias La-Rotta: estudiante de grado décimo en el Colegio Bilingüe Diana Oese. «Me gusta soñar y manifestarlo en papel mientras el cuerpo y el tiempo me dejan materializarlo. A veces son poemas, otras son relatos, según la intensidad del sueño».


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