El gato
de papel
El animal intentó escapar y se golpeó la cabeza contra la pared. Dayana dio un grito, se abalanzó sobre él y logró agarrarle una de las patas traseras. El gato giró el torso y le clavó las uñas en el brazo.
Antonio José Hernández Montoya
El animal intentó escapar y se golpeó la cabeza contra la pared. Dayana dio un grito, se abalanzó sobre él y logró agarrarle una de las patas traseras. El gato giró el torso y le clavó las uñas en el brazo. Ella lo empujó contra el muro, le puso la mano en el cuello, lo deslizó por la pared hasta dejarlo en el piso y se arrodilló a su lado. El animal se sacudía, así que el veterinario ayudó a inmovilizarlo y le hundió la aguja en el muslo. El gato chilló y dejó de moverse. Dayana tenía líneas rojas en todo el brazo.
El veterinario le dijo que se echara alcohol. Le preguntó por el nombre del gato, se llamaba Romeo, igual que el de los Montesco. El hombre lo acarició, lo levantó del suelo y lo puso sobre la mesa del comedor. El esposo de Dayana, que era mensajero, los miró desde la sala; se acercó con el celular para tomarle una fotografía al gato. Dayana movió la cabeza de izquierda a derecha con el ceño fruncido.
Las manos enguantadas del veterinario estaban sobre Romeo, que parecía un trapo. Dayana se apretaba las manos para que no le temblaran. El veterinario hizo una incisión en el escroto, al fondo se veía una masa brillante. El mensajero sonrió al pensar que Romeo sufriría. Le alegraba que no habría más noches consolando a su esposa cuando el animal tardara en regresar, no más maullidos ni peleas en el techo a la madrugada, no más medicamentos caros para curarle las heridas. El veterinario terminó pronto, le aplicó un líquido espeso y se quitó los guantes.
Romeo tenía la lengua afuera y los ojos desorbitados. El mensajero lo contempló con detenimiento, descubrió que movía espasmódicamente una de sus patas traseras. Era grande y fuerte. No dejaría descendencia, no habría más gatos amarillos que continuaran su linaje e hicieran suspirar a su esposa. Dayana se acercó al gato y le susurró que lo amaba. El mensajero quiso tomarle otra foto, pero ella estiró el brazo y se lo impidió arrebatándole el celular. Mientras les entregaba los medicamentos que debían darle cada ocho horas por dos días, el veterinario les dijo que todo había salido bien.
También les recordó el precio de la cirugía. Dayana miró a su esposo, que permaneció indiferente. Molesta, caminó hasta la habitación de donde había sacado a Romeo para buscar su bolso. Pagó y acompañó al veterinario a la puerta. El gato intentó levantarse, pero las extremidades no le respondieron y cayó de cabeza. Entre risas, el mensajero se apresuró a levantarlo antes de que Dayana regresara.
***
El mensajero cierra la puerta de un golpe y camina hacia el refrigerador. Necesita una cerveza. Piensa que esos imbéciles no son capaces de solucionar nada: llenar el reporte y esperar dos días le resulta inaceptable; dos días más con las manos así de temblorosas. Imposible. Tiene el cuello brillante por el sudor. Tal vez alguien la tenga atrapada, algún enfermo o un criminal que quiera dinero. Intenta tranquilizarse, se dice que debe haber otra explicación y que ella está bien.
Llega al refrigerador y lo abre. Encima del sixpack de cervezas encuentra un gato de origami de papel amarillo, el color de Romeo, y recuerda que antes de irse a sus clases de literatura Dayana solía regalarle figuras con mensajes al reverso. Le da la vuelta al gato y lee la nota.
***
Despertó adolorido y tiritando. Aún no se acostumbraba a dormir en el sofá, pese a tener que hacerlo cada que discutía con Dayana. La noche anterior ella volvió a criticar su trabajo y le dijo que no entendía eso de repartir paquetes por un sueldo de mierda que no los dejaba vivir bien; él le contestó que ese oficio de mierda era lo único que lo hacía feliz, que ella era una escritora fracasada, y estúpida milenial que no quiere tener hijos.
El mensajero se levantó y acarició a Romeo. Lo recogieron de la calle cuando parecía una rata. El animal ronroneó como un carro viejo. El hombre se alistó y antes de irse entró a la habitación donde dormía Dayana. Le tocó el hombro. Ella murmuró algo incomprensible. Tenía mal aliento. La sacudió con más fuerza. Dayana abrió los ojos y frunció el ceño.
―Me voy a trabajar, amor. ¿Te parece si hablamos cuando vuelva?
Ella dio la vuelta y se cubrió por completo con la cobija. El mensajero la contempló por varios minutos. Tal vez había vuelto a quedarse dormida y sonreía; de seguro se trataba de un buen sueño, uno de esos sueños que duele abandonar. Le quiso dar un beso, pero prefirió no despertarla. Romeo estaba echado junto a la puerta. El mensajero se agachó para acariciarlo y le dijo adiós.
***
Estuvo encima de su esposa hasta que un temblor le recorrió el cuerpo. Después se acostó bocarriba en la cama y exhaló una bocanada de aire caliente. La piel de Dayana se impregnó de sudor; el peso del hombre hizo que le doliera el pecho. La miró de reojo para comprobar si había sido suficiente para ella, y notó su mirada despierta y fija en el asiento de madera ubicado frente a la cama. Romeo estaba abollonado en él, con los ojos cerrados. Tenía el pelo erizado y parecía más pequeño.
―¿Vos ya lo habías visto?
Ella asintió.
―¿Y por qué putas no dijiste pa’ sacarlo?
―No grités. ¿No ves que está enfermo?
―Te he dicho que no me gusta que nos vea.
―No se va a traumar, sabés. No es para tanto.
***
La mujer se levantó de la cama, tomó a Romeo y volvió a acostarse con el animal en su regazo. Lo acarició con lentitud, con ternura, una y otra vez. El hombre se sintió hipnotizado por el movimiento de la mano y el ronroneo del gato. Comenzaba a excitarse, pero Dayana habló.
―Tu papá no te quiere.
―Te he dicho que no me gusta que digás eso.
―Tu papá no te quiere, niño.
―¿Vas a seguir?
La mujer suspiró.
―Mañana te llevo a que te curen y pago con mi plata, como siempre.
El mensajero guardó silencio.
***
Regresó de trabajar a las tres de la tarde. Fue fácil entregar la correspondencia de ese día porque las direcciones eran cercanas entre sí. Tocaba las puertas con la mano hecha un puño, anotaba la información del destinatario y luego le entregaba la encomienda; la persona le agradecía y entraba a casa con el paquete entre las manos. Con frecuencia veía mujeres con poca ropa o en pijama. Lo que no le gustaba era el sol, ni las mangas largas ni la gorra protegían lo suficiente. La piel se irritaba y adquiría un desagradable ardor.
Abrió la puerta. Entró la moto hasta la sala y caminó hacia la habitación. Llamó a Dayana, pero ella no dio señales de estar en casa. Revisó el celular. No había mensajes, ni una palabra durante el día. Tal vez estaba quejándose con alguna amiga, insultándolo con una cerveza en la mano. Romeo no estaba en el sofá.
El agua fría de la ducha fue reconfortante, hubiera podido entregar paquetes durante otras seis horas. Dayana todavía no llegaba. Tal vez estuviera borracha. Le ofrecería una disculpa apenas la viera. Fue a la cocina y preparó la cena. Dieron las ocho. Buscó rastros de su paradero en todos los cajones de la mesita de noche. No encontró ni el cupón de algún restaurante, ni la publicidad de un evento gratuito o una nota contando a dónde se dirigía. Nada.
La llamó tres veces. ¿Irse sin avisar? Quién se creía. La llamó tres veces; buscó el perfil de Dayana en redes y le escribió a algunos de sus contactos; los pocos que contestaron no sabían dónde estaba. De la habitación salió con el corazón acelerado. Estuvo una hora rastreando pistas en la biblioteca y en los estantes; desordenó las facturas y las fórmulas médicas que guardaban en carpetas rotas. El lugar parecía saqueado. Con la respiración agitada y las manos temblorosas, se dejó caer sobre el sofá y contempló la puerta hasta largas horas de la noche.
Despertó a las cinco de la mañana y fue a la habitación. Maldijo la vida. No iría al trabajo ni estando loco, no hasta que Dayana volviera. Llamó y dijo tener problemas familiares; respondieron que alguien lo cubriría, que ese día no sería pago y que ojalá sus inconvenientes se solucionaran pronto. Preguntó a los vecinos si la habían visto. Las respuestas fueron negativas. Romeo tampoco estaba. Entonces se dijo que era probable que el gato se hubiera enfermado y ella lo llevara al veterinario. Tomó la moto y emprendió el viaje.
―¿Y mi mujer? ―preguntó en el consultorio veterinario.
No lo comprendieron. Repitió la pregunta. El veterinario dijo que no la veía desde la castración del gato. El mensajero subió a la moto y manejó sin destino fijo, confundido. Lo único que se le ocurrió fue ir a la policía.
***
El mensajero suelta rápido el gato de papel. Experimenta el vacío y la decepción de quien recibe una carta de amor en blanco; se sienta en el suelo con el frío sixpack sobre las piernas, los ojos un tanto nublados y el corazón agitado. Agarra una de las cervezas, pero no se le antoja beberla. Desea escuchar el ronroneo de Romeo, que se le eche al lado y lo acompañe. Le gustaría que al reverso del gato de papel hubiera una afirmación de cariño o una promesa de regreso; cualquier frase menos esa que Dayana escribió con un bolígrafo de tinta negra para trazar sus destinos. El mensajero sueña con que al interior haya un mensaje más largo y deshace la figura, pero la página está limpia; se queda con la hoja amarilla entre las manos sin saber cómo rearmar el gato de papel.
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