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Traición

Juan José Mondragón

Suena tu música preferida, lector. Imagen de Sara Castellano Frutos en Pixabay

No suelo ir a las discotecas donde se escucha salsa. Me recuerdan tiempos prosaicos, quizá vergonzosos. En particular un hecho, hace ya ciertos años. Cómo son las cosas, hice una salvedad hoy y no aguanté ni una hora en el antro: en este extremo de la calle el ruido ya no se percibe, solo hay un pálido eco de unas trompetas. Mientras la música se extingue, lo mejor (¿o peor?) será recordar aquella noche:  

El tornamesa, la estantería llena de vinilos con toda la música del caribe, dos potentes bafles escupiendo ruido al son de una salsa, el humo incesante de un cigarrillo: en cuestión de unas horas hubo una apuesta, traición, aguardiente y música. Era invierno en Madrid, cuatro estábamos bebiendo y una dormía, o intentaba dormir. Los despiertos éramos Leonel, un músico joven; Óscar, un viejo canoso y gordo que dictaba clases en la universidad sobre ritmos antillanos; Irene, la novia española de Leonel; y yo. Quien trataba de conciliar el sueño era una mujer marroquí, en el cuarto del fondo. En la sala estábamos nosotros. 

Tomábamos aguardiente, como los anteriores dos fines de semana. El sabor me decía: «hace poco he dejado Colombia». Llegué a España iniciando el verano del 2001. Leonel y Óscar también eran colombianos, propiamente de Cali. Leonel había llegado en el 99 a Madrid; Óscar llevaba más años. Los conocí en un bar de latinos. Leonel compartía piso con la mujer africana; luego de algunas noches en el bar, pasamos a reunirnos en el apartamento. 

—Leonel es un pedazo de músico y de compositor. Una discográfica le ofreció un contrato. Va a empezar a grabar el mes siguiente. Le encanta fusionar los ritmos de aquí con los de allá —elogiaba Irene a su novio. 

Fumaba bastante y exhibía unos dientes amarillos. Decía «allá» como refiriéndose a otra tierra, lejana, exótica.  

—Fusionar ritmos caribeños con españoles no es tan virtuoso, a mí parecer —respondía Óscar, torciendo la cara en un malestar visible. Por los parlantes sonaba la orquesta de Roberto Roena: «Traicion».

—Ya cálmate, Óscar. Vos sos el primero al que le voy a entregar mi disco firmado. Más bien, ¿empezamos el reto de hoy? —dijo Leonel, instigador, y sirvió más trago. 

Era costumbre celebrar la siguiente apuesta: sonaba un tema preseleccionado; acto seguido, Óscar debía deducir la canción, el nombre del long play, el año y el artista. Si lograba adivinar, ganaba una botella de vino. Previo al juego, Leonel subía a su estudio, seleccionaba el vinilo raro o difícil de conseguir y bajaba rápido a colocar el disco en el tornamesa. Tenía un ritual: siempre seleccionaba el disco en la mañana. Después venía la noche, los tragos y las risas. Con el juego Leonel lucía sus dotes de músico coleccionista; Óscar su erudición en la materia. En esa ocasión las cosas iban a cambiar. Basta retroceder unas horas.

Sonaba un tema preseleccionado; acto seguido, Óscar debía deducir la canción, el nombre del «long play», el año y el artista.

Antes de que el erudito llegara, Leonel me aseguró: «Óscar va a perder. Tengo una estrategia. Déjame te explico, aprovechando que no ha llegado». Desde ese momento lo supe: me estaba convirtiendo en cómplice de un delito. 

Leonel había conseguido hace poco en un remate de antigüedades un LP bastante viejo y preciado. Era el Brooklyn Bums, obra de los LeBron Brothers, lanzado en 1968 en pleno auge del bugalú. Muchas de las canciones en aquella pasta negra con carátula púrpura eran casi irreconocibles al estilo posterior de la banda. Leonel nos enseñó la canción elegida para la apuesta: «The village Chant», pieza muy primitiva y difícil de localizar con exactitud en el vasto universo de la música latinoamericana. No obstante, la inmensa dificultad no era la verdadera estrategia. Había una trampa.

Leonel abrió un cajón que estaba situado en la parte inferior de la estantería. Sacó un vinilo muy parecido al que yo había visto —y escuchado— unos segundos antes en la intimidad de su estudio. Pensé en ese instante que había comprado dos ejemplares de la misma joya. La verdad era otra: había hecho una copia idéntica del disco, con estuche y todo, mas le había cambiado el artista y el año. Aun no comprendo —ni llego a imaginar— cómo logró grabar la canción justo en el surco número dos. Mientras Leonel explicaba el engaño, Irene y yo nos mirábamos en silencio: supe que no estaba cómoda con la idea; ella supo que yo no estaba de acuerdo con el plan. Leonel terminó de hablar y hubo silencio. No era una ausencia de ruido total, pues hay silencios que se escuchan, o más bien, se sienten: el silencio entre los tres era insoportable. De golpe, Irene cambió de tema. Pero cuando ella habló y sonrió nerviosamente, comentando el frío tan penetrante en Castilla por esos días, ya ambos éramos cómplices. Yo no protesté; ella no se quejó. Su novio iba a ser el perpetrador del engaño: los tres íbamos a ser los culpables. 

Se probó el cebo unos momentos antes de que Óscar llegara. No había rastro de la impostura. Solo quedaba esperar a la apuesta, para jugar con un disco falsificado. Leonel escondió el original en un pequeño rincón. Subió al segundo piso y dejó la copia adulterada encima del escritorio, una hora más tarde, volvería a subir las escaleras, esta vez fingiendo que buscaría el disco por primera vez. 

Cuando pactábamos los últimos detalles sonó el timbre. Todos miramos la puerta: Leonel chasqueó los dedos llamando nuestra atención y después se llevó el índice a los labios. Luego se levantó y abrió: Óscar y Leonel se saludaron de un abrazo. Irene encendió el primer cigarro, Leonel sirvió más trago. Se brindó por la amistad y sonó «Traición» en los parlantes. Por último, Irene elogió a su novio y este propuso la apuesta. Hoy, cuando pienso en aquella noche, el recuerdo se me antoja lleno de agobio y me arde, como el aguardiente mismo.

—Está bien, apostemos. Leonel, suba por el disco. 

—Como ordene, maestro —y Leonel subió trotando a la segunda planta de su dúplex. 

Yo sentía a Óscar borracho; a Irene, ansiosa. Ella no terminaba los cigarros: los dejaba a medias y prendía otro. El cenicero estaba atiborrado de diminutos filtros a medio calcinar. Todos estábamos a la espera, Leonel se estaba tardando bastante. En su lugar salió la mujer marroquí: «Joder, si siguen con el alboroto les quiebro el tornamesa. Me obligaron a tragarme la pastilla de diazepam para dormir». Se dio la vuelta y volvió a su cuarto. Irene soltó una risita nerviosa. Yo encendí un cigarrillo y ella vio mi mano temblar. 

El cenicero estaba atiborrado de diminutos filtros a medio calcinar.

Leonel bajó decidido, con el long play bajo el brazo. La carpeta del disco estaba envuelta en una bolsa totalmente negra. Se sentó un segundo y habló con fuego en los ojos: 

—Esta vez vamos a apostar cosas de verdad —las pupilas de Óscar descendieron a la bolsa que custodiaba el vinilo. 

—Perfecto, hermano. Vea: yo no tengo problema en poner mi plata sobre la mesa —el acento caleño de Óscar saltó con la irreverencia y arrogancia que le es propia.

—Bueno, voy con doscientos euros.

—Mil euros —Óscar replicó sin vacilar. Un aire de cierta perversidad le asomaba por las comisuras de los labios. 

Leonel se quedó quieto, de pie ante todos. La inmensa suma lo había cogido por sorpresa. Miró a Óscar con una codicia inocultable. En ese momento me sentí un ladrón. Irene miraba bastante asustada.

—¿Y si apostamos algo diferente al dinero? —dijo Leonel.

 —¿Y qué quiere?

El músico miró con fuerza al crítico. El primero asomó una sonrisa retorcida y habló sin titubear: —Quiero tu casa.

—Chavales —Irene interrumpió de inmediato— esto se nos está saliendo de las manos. Hemos bebido mucho y ya está bien de apuestas. ¿Por qué no volvemos a escuchar música? 

—¿Y si gano la apuesta? ¿Qué me llevo? —Óscar miraba con los ojos muy abiertos, como retando a Leonel. 

—Pídame lo que quiera, Óscar. Por mí no hay problema.

—¿Lo que sea? ¿Incluso si le pido diez mil euros? Con tu trabajito de mierda nunca me los vas a pagar. Acuérdese: usted es el burro al que le sonó la flauta apenas se bajó del avión.

—¿Eso piensa de mí, que soy un músico de mierda? Bueno, no me importa si pide diez mil o veinte mil o cien mil euros. Apostemos.

—Quiero otra cosa.

—Adelante. 

Óscar gozaba de todo ese juego. Volvió a sonreír, aunque no era la sonrisa de un jugador, era una sonrisa depravada, propia de quien apuñala alegre. 

—Quiero tus arreglos. Quiero que me des las canciones que estás preparando para la discográfica. Yo firmaré como compositor y arreglista.

—Leonel, por favor, para ya —dijo Irene, suplicante— No apostéis más. Vámonos a dormir, ¿sí? Además, Óscar, ya está bien de los juegos.

—No estoy jugando. Lo digo en serio.

—Eso es ridículo —dijo Leonel, mitad asqueado, mitad herido. 

—Usted dijo que podíamos apostar lo que quisiéramos. Usted pide mi casa, que mucho esfuerzo y sacrificio me ha costado tenerla. Entonces yo le pido su obra.

—No seas idiota, Óscar. Estábamos hablando de cosas de valor.

—Para mí sus arreglos tienen mucho. Si quiere echarse para atrás, no hay problema.

Irene se abalanzó sobre su novio: fue a coger la bolsa y Leonel se lo impidió con el codo. La desesperación en los ojos de Irene era tremenda. Su novio trataba de alejarla todo el tiempo, hasta que la empujó con una fuerza desmedida. Ella se agarró de la estantería para evitar caerse. 

—Ya veo por dónde va la cosa. Debería darle vergüenza, Óscar. Ni modo: juguemos como hombres. 

El músico se acercó y le extendió la mano a su rival. El crítico le devolvió el trato, firme, delatando fuerza en el apretón. Óscar se puso de espaldas. Pude ver en su rostro una tranquilidad que a mí me resultó molesta y desagradable: el viejo tenía cerrados los ojos, dispuesto solo a escuchar los primeros compases. 

Leonel sacó el vinilo de la carpeta, con la seguridad de ser ganador de antemano. Pude ver que gozaba de todo el proceso. Irene se movía por todo el apartamento, recogiendo sus cosas y llamando un taxi. Después de instalar el disco, el músico fue a la cocina a por un whisky. Mientras tanto, su novia se ponía la bufanda, ya lista para salir.

Ver a Leonel dirigirse a la cocina con parsimonia me recordó a esas malas películas donde el personaje camina dejando un muerto tras de sí, inmutable ante todo. Yo fui tras él. Le pregunté si todo esto era en serio, si iba a cometer esa estafa. No me prestó atención. Se sirvió un vaso, mirando la espuma subir por el cristal, ignorando todo a sus espaldas. Su sangre fría para engañar a alguien me pareció repugnante. A pesar de todo, yo también fui un cobarde: no lo delaté. Me sentí una basura. Así que volví a la sala y me senté dispuesto a presenciar una penosa escena. 

Su sangre fría para engañar a alguien me pareció repugnante. A pesar de todo, yo también fui un cobarde: no lo delaté.

Al sentarme, vi de soslayo que Irene pasó el umbral de la entrada. Alcancé a notar que no tenía puesta la chaqueta. Cerró la puerta y la oí bajar las escaleras con prisa. Leonel seguía concentrado preparándose un cóctel. Óscar seguía de espaldas, esperando el sonido atarván de las trompetas. Sentí una presión tremenda en los hombros, entonces aflojé el cuerpo en el sillón, ya resignado. Y fue ahí cuando vi, a un metro de distancia, dos vinilos casi idénticos. El original había empezado a rodar, indiferente a todo; la copia estaba más o menos camuflada en medio de la chaqueta de Irene. En menos de un segundo sucedió la música. 

Por los parlantes se escuchó el golpeteo de la aguja. Un sensible eco que avecina la avalancha. Empezó un ruido como de aceite hirviendo, el preámbulo de cualquier vinilo. Y luego un potente piano, al unísono con los platillos, seguido de un bajo inundando todo el cuarto. Siguieron las trompetas, pitando con fuerza, la voz en inglés, ronca y juvenil, de un negro exiliado de su patria: «I had gonne down to the village my friend, what I saw was a real surprise...»

Sentí la peligrosa necesidad de vomitar durante los tres minutos que duró la canción. Leonel seguía de pie, saboreando su whisky, mirando desde lejos y sin darse cuenta de nada. Esperó paciente a que se acabara la canción. Óscar empezó a hablar de espaldas, de manera impostada. Lo reconozco ahora: su actuación fue pésima. 

—Un claro bugalú de los inicios. Potente, sensual, con una historia de fondo muy cómica. El arreglo está impecable y el estilo muy neoyorquino —gesticulaba con las manos—. La canción es «The Village Chant».

Leonel no se inmutó. Antes sonreía, sabiéndose triunfador. 

—Es del long play The Brooklyn Bums… sensual, atractivo, gracioso. Una joya, una música para disfrutar —casi pude oír, en medio de la madrugada, el remojar de sus labios secos y canosos— Del año 1968, añejo, con todo su sabor —por último, con aquella duda falsa de los malos actores— ¿Y cuál artista será? Se ve difícil. Pero me acuerdo. La canción es de los LeBron Brothers.

Leonel se quedó de pie un momento más, sereno. Le dio un último sorbo a su whisky y fue al tornamesa. Justo cuando iba a coger el disco se detuvo.

—A ver Leonel, más bien dígame dónde están sus arreglos— Óscar se levantó y se fue acercando a su rival. 

Su marcha era decidida, mas se paró a mitad de camino. Estuvo observando el tocadiscos durante unos segundos: como si la totalidad de su vida estuviese girando bajo una aguja. Luego sus ojos se inclinaron y su boca se abrió con violencia:

—¡Tramposo hijueputa, vos con quién creés que estás tratando, malparido!

—¡Al menos no soy ladrón! Y lo que es peor, un ladrón de ideas. Vos no podés componer ni un reggaetón. Me da es pena ver un viejo sin talento creyéndose un genio.

Todo fue ira. Cada uno empezó a gritar y a insultarse con más bajeza. Al ver a Óscar tan furioso quise huir. Quería salir corriendo y dejar el asunto entre ellos: que hicieran la pases, que se perdonaran, que se mataran, pero entre ellos, no conmigo. Cuando era más joven no vacilaba en abandonar a todos con tal de salvarme.

Óscar finalmente estalló. Agarró a Leonel por los hombros y lo lanzó al tocadiscos. Se llevó vasos y botellas por delante. El tornamesa se cayó y se partió en pedazos. Yo corrí al balcón y cerré la puerta corrediza. Tras el vidrio pude ver a Leonel agarrándose la cabeza: tenía una herida y por ahí sangraba. Óscar lleno de rabia cogía cada vinilo de la estantería y los partía en la pierna. No descansó hasta acabar con todos. Cada que partía un disco yo me paralizaba más. En ese momento di gracias a Dios: él no parecía sospechar mi complicidad en todo el asunto. Su furia estaba concentrada en destruir al músico, o lo que sobrara de él. En el fondo de un cajón estaban varias grabaciones con los demos de Leonel. Los sacó con rabia y los puso en la bolsa negra. Cuando salió no se molestó en cerrar la puerta. La mujer marroquí apareció dando voces, quejándose de la bulla. Cuando vio a Leonel empezó a gritar por ayuda; yo abrí la puerta corrediza y le pedí calma. Cargamos al herido y lo llevamos a una cama. A Leonel le limpié la sangre del cráneo con un paño mojado. Se había desmayado por la borrachera y el dolor. Mientras le pasaba el trapo me daba cuenta: en cuestión de horas yo había sido un mentiroso, un ladrón, un egoísta, un cobarde, y en ese instante, un amigo. 

En cuestión de horas yo había sido un mentiroso, un ladrón, un egoísta, un cobarde, y en ese instante, un amigo. 

Casi al amanecer terminamos de limpiar todo el desastre. La estantería vacía era un escenario desolador. Fui a la cocina por un poco de agua y le di un vaso a la chica. Mientras se lo bebía me dijo, como quien cuenta una banalidad: «Ese señor canoso y gordo vino esta mañana. Venía preguntando por Leonel, buscando un disco prestado. Me pareció mentira, pero de todas formas le abrí la puerta del estudio. Se la pasó escuchando unas diez canciones nada más, como si quisiera memorizarlas». 

Ya han pasado casi veinte años del suceso. Yo dejé de frecuentar los sitios de bohemia. Leonel desapareció del mapa, tampoco volví a saber de Irene. Alguna vez me pareció escuchar un saxofón ameno, saliendo del metro en el barrio Carpetana, en Madrid. Creí ver a Leonel. Estaba muy barbado. A su lado había un letrero: «Se dictan clases de música y composición». Mi tren llegó segundos después, tuve que irme. Me hubiera gustado hablarle, saber de su vida, ofrecerle mi apoyo, así sea moral. Por su parte, Óscar grabó muchos discos: todos se parecen al primero que se robó. 

Hoy, como venía diciendo al inicio, quise ir a una discoteca de latinos. En medio de la penumbra una luz apuntó al DJ. Era Óscar. Luego de pedir una bulla para las mujeres, sonó «The Village Chant». Nadie bailó ni cantó, porque nadie conocía la canción. Le di un último sorbo a mi aguardiente: sentí fuego en la boca. La canción terminó y salí del antro: un cielo nublado, un invierno muy frío, unas trompetas a lo lejos, por mi garganta el ardor del licor y en mi corazón un recuerdo que me acecha.


Magalico

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