Gato
Antonio José Hernández Montoya
El silencio de la noche es herido por los lamentos de un gato. El pequeño tirita de frío y de soledad, con el pelaje erizado y la garganta exhausta. Le urge leche. Ha intentado cazar las insolentes cucarachas que, tentándolo, deambulan sobre el polvo de la calle; ha imitado a los grandes felinos sin conocerlos; ha fracasado, sin comprender qué significa esa palabra tan humana. Las costillas amenazan con romperle la piel, con escapar como una bandada de palomas e irse a otro cuerpo. Maúlla con fuerza. Las luces de las casas no se encienden. Las ventanas permanecen dormidas. Los únicos que parecen oírlo son los perros del barrio y cada ladrido es una puñalada a sus nervios.
Maúlla de nuevo, con todas sus fuerzas. El lamento sale inocente y débil. Los pasos de un perro se acercan. El gato contempla los ojos, que parecen luciérnagas, y se desespera. Ya sabe que unos colmillos de esa magnitud dañan la carne y la vida; el resto de la camada los sufrió. El perro corre. El gato se arrastra como puede y se mete bajo un auto amodorrado frente a una casa. Tiene el corazón acelerado. Está agitado y los maullidos no le brotan de la garganta. El perro también se arrastra, cada vez está más cerca. Ladra. El gato, con el pelaje erizado y las garritas afuera aunque incapaces de defenderlo, profetiza fracturas en todos sus huesos. No puede más. Rendido, cierra los ojos con una lentitud ceremoniosa. Entonces un sonido ahuyenta al perro, que se arrastra fuera del auto y huye.
Unas manos delicadas levantan al gato, asombrándose de su levedad, y lo arropan con una camisa vieja; es su primera apoteosis, el primer gesto de amor que recibe, y el sentimiento le parece tan extraño y confuso. Alguien ríe. Nunca pensó que la muerte sonara así.