La revolución
de los espejos
Amanda Gómez Polo
Luego del café se dirigen a su clase de costura donde se encuentran con la instructora y tres mujeres más, todas mayores de 60 en sus mesas de trabajo invadidas de telas, hilos de colores, tijeras, agujas, mostacillas y lentejuelas. Desde hace tres meses, cada miércoles sin falta, se encuentran en el club.

Todo ocurrió mucho antes de la llegada de los teléfonos actuales. De haber existido, nada de esto hubiera sido posible.
Una mañana, María se detiene frente al espejo. Se observa, gira, se observa de nuevo. Acerca su rostro y se palpa bajo los ojos. Hace una mueca de desagrado, toma el bolso y sale hacia el club de retiro a encontrarse con sus amigas, como todos los miércoles. Llegan temprano, hay tiempo para tomar un café.
—Chicas, estoy preocupada —dice Juana—, me miro al espejo todas las mañanas y veo en él las huellas de mi juventud y siento como si mis sueños se hubieran ido. Al frente solo veo a una vieja menopáusica, aburrida, llena de achaques, arrugas y gordos.
—Bueno, la verdad —dijo Pepa—, luego de mis clases de yoga al que mis hijos me inscribieron obligada, termino tan adolorida que ni ganas me dan de verme y qué decir cuando voy a la clase de pilates de los viernes. Hay unos espejos gigantes por todos lados y me veo todo aguado frente a una joven bella que parece ejecutiva, ¡y hay que ver qué músculos tiene!
—Pepa, tú fuiste una exitosa ejecutiva, no tienes nada que envidiarles a las jóvenes de hoy —afirma María.
—Pues sí, pero el espejo me muestra otra cosa. —Habla con la mirada perdida en el horizonte.
—En mis años mozos fui aventurera —cuenta Juana, con nostalgia—, me apasionaban los viajes, las playas eran mi lugar favorito. Tenía un bikini rojo que siempre llamaba la atención. Ahora todo son sofocos, calor y sudores inexplicables, demasiada incomodidad para estar en una playa, además los aviones y los aeropuertos me producen estrés.
Luego del café se dirigen a su clase de costura donde se encuentran con la instructora y tres mujeres más, todas mayores de 60 en sus mesas de trabajo invadidas de telas, hilos de colores, tijeras, agujas, mostacillas y lentejuelas. Desde hace tres meses, cada miércoles sin falta, se encuentran en el club.
Estela siempre ha sido una mujer muy alegre, llena de gracia, con una risa contagiosa. Sin embargo, hoy se nota retraída.
—Hoy no es ella —cuchichean María, Juana y Pepa.
La primera en preguntar es María: —¿Qué te pasa, Juana?
—Mi psicóloga lo llama ansiedad —responde Juana, sin aliento—. Llevo así dos semanas. No duermo bien, no levanto la cabeza, no tengo ganas ni de comer. Ayer en el espejo descubrí que estoy muy delgada y ojerosa. No me reconozco. Me pesé en la báscula, dos kilos menos. El psiquiatra me recetó unas pastillas que me dejan atolondrada.
—Mi psicóloga lo llama ansiedad —responde Juana, sin aliento—. Llevo así dos semanas. No duermo bien, no levanto la cabeza, no tengo ganas ni de comer. Ayer en el espejo descubrí que estoy muy delgada y ojerosa. No me reconozco.
—Mija, ya quisiera yo poder decir que bajé al menos dos kilos —dice Lucía, que permanecía en silencio, pero atenta—. Yo me como una lechuga y me engordo, por eso ya no quiero pararme frente al espejo y menos subirme a una báscula. A mi tendrán que aceptarme con mis gordos, mis arrugas y mis canas, no le pido permiso a nadie para ser feliz.
Así, entre puntada y puntada, las mujeres hablan de sus hijos, de sus familias, de sus días en casa. Para algunas, la vida es rutinaria y aburrida. Todas coinciden en que el espejo y la báscula son sus peores enemigos o sus mayores aliados. No hay punto medio. De esto nadie se entera más que ellas. Sus familias no tienen tiempo para enterarse, tienen sus propias preocupaciones. Son ellas quienes se ajustan a los horarios de los demás para encontrarlos en la libertad del tiempo sin tareas.
Es hora del almuerzo. Los avances bordados quedan sobre las mesas y ellas se dirigen al comedor. Se sientan, piden y esperan. En la mesa de al lado vociferan: «Miren esas estrías». Una mujer cercana a los 40 camina por el pasillo que conecta el kiosco del comedor con el camino que dirige hacia la piscina. Quizá acaba de almorzar y ahora es devorada por los juicios de la gente.
—¿Acaso no se ha mirado en el espejo? —murmura Pepa.
María observa a su alrededor y con una sonrisa pícara les propone a las demás: —¿Qué tal si escondemos todos los espejos?
—Por Dios, María, qué cosas dices.Entonces también deberíamos desaparecer las básculas —dice Pepa.
—¡Hagamos una revolución de espejos! ¡Que se prohíban los espejos y las básculas! —María se levanta sobre su asiento—. ¡Una revolución de espejos! ¡Sin espejos y sin básculas! —Los comensales la miran sorprendidos, murmuran, hacen caras de desagrado, otras se muestran interesadas en la propuesta porque sonríen con complicidad.
A la semana siguiente, los espejos del club habían desaparecido. En las paredes se exhibían mensajes de rechazo: «¡Son armas, son armas, abajo los espejos y las básculas!».
Pero todo esto no ocurrió solo en el club. Las jóvenes se unieron a la causa de las viejas y en miles de casas los espejos desaparecieron como por arte de magia. Los señores empezaron a quejarse porque se cortaban al pasar la cuchilla por el mentón para deshacerse de la barba. Las señoras no volvieron a maquillarse por temor a trazar rutas inconclusas en el rostro, pero tampoco les incomodaba esta nueva vida. Ya no había quien fabricara espejos porque todos los intentos por poblar el mundo de reflejos fracasaban. Desde luego, los autos también perdieron sus espejos. Conducir se convirtió en una tarea difícil. Algunos descapotaron sus autos para tener una visión amplia del camino. Los conductores debían girar veloz su cabeza para que los ojos advirtieran los riesgos de cada esquina. Por primera vez, en los gimnasios la gente pasaba más tiempo en el ejercicio que regodeándose en su reflejo. Los mayores beneficiados fueron los barberos y, por supuesto, las mujeres. Incluso, las consultas de nutrición, psicología y psiquiatría disminuyeron, y los cirujanos estéticos iban perdiendo poco a poco su trabajo.
Los economistas, preocupados por estas novedades financieras, junto con los empresarios y agentes del Gobierno se reunieron preocupados para encontrar la salida a esta situación que puso en aprietos los ingresos de la nación. Crearon una comisión en la que incluyeron a médicos, nutricionistas y psicólogos, y a María, Pepa y Juana, las incitadoras de la revolución. Dialogaron durante siete arduos meses hasta que lograron un acuerdo. Muchas mujeres ejercieron presión para el regreso de los espejos.
María, Pepa y Juana, reconocidas por fundar el Movimiento de Revolución de los Espejos (MRE) crearon un lema para su organización: «Mujer joven o vieja, use su espejo con consciencia». Aún se reúnen los miércoles en el club de retiro.
Sobre la autora Amanda Gómez Polo
Soy trabajadora social, magíster en Gobierno y Políticas Públicas y doctora en Pensamiento Complejo. Poseo 30 años de experiencia en programas sociales y como docente catedrática. He sido ponente en eventos académicos nacionales e internacionales y he publicado en revistas y libros de trabajo social. Me gusta escribir cuentos infantiles y aquellos que recrean las experiencias de la vida cotidiana, con un enfoque social y de género.