Si por una pandemia,
una noche
Sergio Mendoza Echeverría
Luego de diez horas de viaje por carreteras solitarias, lo único que necesitaban eran una cama y sacar las gatas de los guacales. Durante todo el trayecto él se reconvenía por lo que hubiera podido prever y no hizo, porque todo ello los tenía en la situación actual.

Luego de diez horas de viaje por carreteras solitarias, lo único que necesitaban eran una cama y sacar las gatas de los guacales. Durante todo el trayecto él se reconvenía por lo que hubiera podido prever y no hizo, porque todo ello los tenía en la situación actual. Habían pasado por lugares que les recordaban a masacres como San Onofre, Ovejas o Tamalameque. En el trayecto observaron, con curiosidad, grandes fincas ganaderas abandonadas. Sobre el anochecer, encontraron la señal de desvío hacia Sabana de Torres, donde quedaba el hotel, pero los detuvo un retén de policía a las afueras del pueblo.
—No señor, no. Ustedes no se pueden hospedar en ningún hotel acá, a no ser que se queden todo el tiempo que ordena el Ministerio de Salud, dos semanas —dijo el agente de la talanquera.
—Nosotros reservamos en este hotel, preguntamos si podíamos hospedarnos esta noche a pesar de la pandemia y nos dijeron que sí —reclamó el viajero.
—Acá no pueden quedarse, no pueden entrar al pueblo —respondió el de la talanquera y se retiró a su refugio detrás del vallado.
Quedaron desconcertados con la respuesta del agente, era de noche y estaban en medio de la nada. El cansancio y el estrés producido por la situación eran grandes.
—Yo no voy a meterme en cualquier hotelucho de la carretera en donde nos podamos contagiar y menos con usted —dijo ella.
—No me va a pasar nada, todavía soy fuerte y no tengo condición médica que me haga propenso al virus, excepto, claro, la edad —respondió él con ironía.
—No crea, uno se contagia fácil: la gente, las cosas… Fíjese que algunos no usan tapabocas—replicó ella.
Avanzaron un poco más y encontraron una bahía en la que parquearon. Luego de estirar las piernas, se acomodaron dentro del carro sin poder recostar los asientos. Atrás traían dos maletas grandes, un termo con sándwiches y gaseosas y también las dos gatas. Durante el viaje los acompañaban un grupo de amigos atrapados en la distancia del chat de WhatsApp. A ellos les escribieron que dormirían al interior del carro en la ubicación que marcaba el GPS. Algunos de sus amigos se preocuparon, pero nada más podían hacer; dijeron que por fortuna las carreteras en ese tiempo estaban desoladas, pero uno nunca sabe.
Comieron un par de sándwiches, les dieron comida y agua a las gatas.
—Con este clima no podemos dejar las ventanas abiertas porque se nos meten los bichos.
—Pero es peor asarnos dentro del carro. Vamos a dormir, mañana hay otro trayecto largo. Yo lo despierto si oigo algo raro —dijo ella.
Él se acomodó para dormir con un agudo desasosiego, además, ¿dónde buscarían un baño o un café al otro día? Ella se durmió o fingió dormir para que él no se preocupara más de lo que ya estaba. Luego de cinco horas de difícil sueño, la despertó un ruido. Se enderezó para oír mejor y agarró la linterna. Cerca del carro se oían susurros de conversaciones envueltos en el viento. Trató de identificar los sonidos a través de la ventana. En ese momento, él despertó.
Ella se durmió o fingió dormir para que él no se preocupara más de lo que ya estaba. Luego de cinco horas de difícil sueño, la despertó un ruido. Se enderezó para oír mejor y agarró la linterna. Cerca del carro se oían susurros de conversaciones envueltos en el viento.
—¿Qué pasa?
—No sé, hay ruidos en el ambiente. Parece gente que habla —respondió ella.
—Ya me bajo con la linterna.
Ella lo tomó del brazo.
—No sea bruto. Puede ser la guerrilla o algún grupo paramilitar, no sabemos. No, no se baje.
Se quedaron atentos a los sonidos de la noche. Oyeron el ulular de un búho y los tranquilizó. Si un pájaro canta, no puede haber peligro. Pero al fondo se colaban rumores de hojas y un débil estremecimiento de la hierba alrededor, como si algo reptara cerca del carro. De pronto, todo quedó en silencio y eso los inquietó aún más.
—¿Qué pasó? ¿Por qué todos se callaron? Ya no se oye ni el viento —preguntó ella.
—No sé. ¿Qué hora es?
—Las cuatro. Solo espero que pase rápido la noche.
—Ya casi amanece. Mira, las gatas están tranquilas.
Al cabo de un rato sintió la respiración pausada de ella y supo que al fin se había quedado dormida. Él no pudo volver a dormir. Se enderezó en el asiento para contemplar la noche estrellada en aquella oscuridad. Pudo contemplar la Cruz del Sur y la Luna que se ocultaba. Puntos luminosos cruzaban rápidos por el firmamento. Durante un rato intentó adivinar las siluetas de aves matutinas a través del parabrisas del carro.
Dos destellos seguidos de un ruido atronador le recordaron aquel primero de enero hace diez años en Vistahermosa. Ese día los combates empezaron a las cinco de la tarde y se prolongaron hasta el amanecer del día siguiente. Los helicópteros sobrevolaron la zona y dispararon sus ametralladoras de alto calibre, las luces de las balas trazadoras los llenaron de terror y las voces y los gritos de la gente en la oscuridad los petrificaron. Huyó con ella a través de caminos que apenas si conocían.
La mujer despertó sobresaltada por el ruido. En la penumbra vio la cara de él tensionada y pálida. Ya había algo de claridad del amanecer. Llevaban muchos años de casados y cada uno sabía lo que pensaba el otro. Sin mediar palabra él encendió el carro y aceleró, debían alejarse de allí lo más pronto posible. Escribieron a sus amigos que volvían a emprender el viaje, B respondió que estaría pendiente. Una lluvia torrencial se desató.
Sobre el autor Segio Mendoza Echeverría
Nací en Pamplona (Norte de Santander) en el año en que apagaron el ENIAC, primer computador de la historia. Por mi deformación de ingeniero trabajé muchos años en el sector de negocios de tecnología. Mis grandes aficiones han sido la lectura, la escritura y la cocina. Desde hace años escribo crónicas y ensayos y en 2024 participé en Historias en Yo Mayor. Escribo casi todos los días sobre cualquier cosa con la esperanza de que a alguien le guste lo que cuento.