¡Alerta, spoiler!
¿Qué ocurre, entonces, cuando el observador es privado de la experiencia de dichas emociones de manera abrupta? No solo es la decepción producida por no poder descubrir el punto de giro, sino también la interrupción del proceso de catarsis.
Nadia C. Ángel Solórzano
En un mundo donde priman las novedades tecnológicas, la vida en la red y la comunicación instantánea, el léxico se ha nutrido con nuevos términos que surgen como entes globalizadores del lenguaje. Es este el caso de la palabra spoiler, término en lengua inglesa que se usa para denominar un texto, imagen o comentario que anticipe la trama de una película, serie o producto audiovisual. Hemos llegado incluso a una forma verbal del término, spoilear, para definir la acción de contar, arruinar o estropear una trama; por ahora no se ha acuñado un vocablo en esta ola de nuevas locuciones para denominar a aquel que goza de aplicar el spoiler, aunque yo sugeriría que en nuestro idioma existen palabras como insensato, insensible, pillo, abominable y otras expresiones de grueso calibre que se ocupan de tales menesteres.
Aquellas personas que se sirven del spoiler como divertimento o sustituto del placer (dejando por fuera los spoilers accidentales) han sostenido en innumerables ocasiones, y sin poco orgullo, que lo hacen con la intención de arruinar la experiencia televisiva o cinéfila. Se pueden encontrar en internet blogs o canales de YouTube dedicados a compartir reacciones o comentarios de los spoileados, de esos a los que ya les costará sorprenderse y disfrutar del capítulo o película anhelados. Otros más avezados en las lides académicas y en el ambiguo arte de la argumentación plantean que el spoiler más allá de afectar el disfrute de una historia la hace más sencilla y genera un mayor goce de sus aspectos estéticos, y arguyen que es esta la razón por la que se lee un libro cuatro y cinco veces aún cuando en la primera lectura es revelado todo el asunto. Sin embargo, la experiencia de leer un libro y la de ver una serie o película no es forzosamente la misma.
Este debe ser el aspecto para tener en cuenta al hablar de lo nocivo que puede ser un spoiler: la diferencia entre la lectura de textos escritos y la lectura de narraciones audiovisuales, como series y películas, radica en el lenguaje en el que son cimentadas cada una de estas experiencias estéticas. Son, necesariamente, lenguajes diferentes: mientras el lenguaje textual recurre en primera instancia a la capacidad de decodificación y a la racionalidad, el lenguaje audiovisual activa la sensibilidad apelando a la emoción para hacer acopio de ello. Así mismo, aunque la expresión «una imagen vale más que mil palabras» no es exacta siempre ni en ambos sentidos, sí es cierto que el lenguaje visual puede transmitir mayor información en una menor cantidad de tiempo, característica para tener en cuenta en un mundo propenso a la inmediatez.
Así que el desapacible spoileador no está demandando atención inapelablemente de la razón del otro, sino, precisamente, de la fibra más sensible del ser humano: la emoción, en este caso relacionada con matices tan importantes como el divertimento, el placer y el desahogo, necesarios en una sociedad atribulada por guerras sin sentido, consumismo rayano en el absurdo y vidas que navegan en un río sin más puertos que oficinas y casas. Todos estos pesares autoinflingidos son aliviados por bálsamos que, si bien no redundan en curas definitivas (como especie nos hallamos enfermos), sí logran mitigar desconsuelos y amarguras.
Los televidentes y los cinéfilos encuentran una forma de conectarse, ora con sus emociones a través de las historias que vislumbran en la pantalla, ora con los otros, porque disfrutar de una serie o una película no es un acto de carácter meramente solitario; hoy en día ya no solo se comparte la experiencia televisiva con el acompañante obligado, muchas veces familiar, sino que se ha convertido en todo un acto social: fiestas temáticas en espera del siguiente capítulo; citas acordadas con meses de antelación para el estreno de una película, incluyendo los chats dedicados a la especulación de la trama; maratones de fin de semana; convenciones; y una amplia gama de actividades alrededor del producto audiovisual. Así, no se trata solo del placer egoísta: la inversión emocional incluye aspectos familiares, de amistad y de relaciones interpersonales, y la inversión emocional no responde solo al deleite.
Siglos atrás, Aristóteles en su Poética definió la catarsis como un proceso de redención o purificación emocional, mental y espiritual logrado a través de la empatía que se genera entre el espectador y el personaje representado por el actor. Al comprometerse con la trama a nivel emocional, puede experimentar las pasiones reflejadas sin sucumbir a ellas directamente. Recientemente, la psicóloga Bluma Zeigarnik demostró que el recurso narrativo llamado cliffhanger funciona debido a que el cerebro recuerda con mayor fuerza las tareas interrumpidas basándose en las motivaciones de terminación.
¿Qué ocurre, entonces, cuando el observador es privado de la experiencia de dichas emociones de manera abrupta? No solo es la decepción producida por no poder descubrir el punto de giro, sino también la interrupción del proceso de catarsis de quien contempla, y si hemos de hacer caso al llamado efecto Zeigarnik, también nos hallamos frente a la represión de un proceso mental.
Por lo tanto, es necesario pensar en el spoiler no como el entretenimiento benigno de algunos aburridos o la broma leve del burlón o trol de internet, sino como un acto taimado con implicaciones más importantes que la reacción de molestia e incomodidad que genera el ser spoileados.
Imagen de cabecera tomada de Jan Vašek en Pixabay.