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La ilusión del orden: «¿por qué siempre leemos a gente que ya está muerta?»

Manuel Santiago Arango

Magazín Literario

Uno de mis estudiantes, constantemente, me pregunta: «¿Por qué siempre leemos a gente que ya está muerta?». Y lo hace sin importar el tema o el tipo de texto; aún no atino a una respuesta que lo convenza, pero quizá ninguna lo haga. Lo que en realidad parece molestarle es la distancia, la sensación incómoda de que aquello que está leyendo tiene poco o nada que ver con su día a día, con su contexto, con su vida.

Mi fracaso está en la imposibilidad de hacerle ver de forma pragmática aquello que el pasado puede comunicarle sobre el presente, conseguir que entienda que las obras históricas están hechas en la atemporalidad, en un idioma universal que es capaz de hablarnos a todos porque su lenguaje es el de lo mítico. Bien lo dice Yourcenar en las notas a Memorias de Adriano: «atender sólo a lo más duradero, a lo más esencial que hay en nosotros, en las emociones de los sentidos o en las operaciones del espíritu, como puntos de contacto con esos hombres que, como nosotros, comieron aceitunas».

En mi caso, la vocación por la ficción histórica surge de la conciencia de que representar el presente supone una labor tremendamente ardua, puesto que pone en juego toda la compleja red de interpretaciones que tenemos sobre lo que nos rodea: afectos, miedos, juicios de valor. No obstante, esto no significa que escribir sobre la violencia bipartidista de la primera mitad del siglo XX se haga desde un lugar impersonal despojado de valoraciones, pero sí que todo momento lejano podemos observarlo en tercera persona, en una dimensión más amplia, debido al hecho de que no nos define de forma tan profunda como el huidizo ahora. 

A lo anterior quisiera sumar que para mí la razón de fondo se define en una sola palabra: orden. Si escribo sobre hechos que pasaron hace 50 o 60 años es porque me generan la ilusión de que comprendo a cabalidad su panorama, que soy capaz de reconstruir un todo a partir de unas cuantas partes y con eso dotar de orden el caos particular de una subjetividad en la ficción. Es la misma razón por la que leo y por la que me parece que la literatura logró convertirse en el arte más amplio: las obras literarias nos permiten sentir que detrás de la existencia habita un orden, una lógica de causalidad en la que el mundo se representa libre de variables: buscar al asesino de Layo siempre conducirá a Edipo, o descifrar los manuscritos siempre será el final de los Buendía; de cualquier forma, esta sensación nos engaña al hacernos creer que la vida también puede funcionar del mismo modo, que podemos encontrar esas relaciones de causa y efecto, consiguiendo así escapar a lo impredecible. 

La tensión anterior conseguí comprenderla a través de dos enseñanzas que me dio la literatura. La primera está en Gonzalo Arango: «la vida está hecha de pequeños azares, materia prima del destino […]. Lo inesperado es lo que le da a la vida carácter de aventura, perderlo o ganarlo todo a la vuelta de una esquina, sin uno saber siquiera para dónde iba». La segunda es un clásico de los manuales de escritura: «En los cuentos nada sobra, nada está por azar». Y, sin embargo, cuando leo novelas como las de Juan Gabriel Vásquez, no siento que las vidas que allí se narran funcionen de forma artificial, o en contravía del sentido que Gonzalo Arango le da a la existencia, porque hay significados que solamente pueden alcanzarse a través de la antítesis

Como la literatura no es igual a la vida, los cuentos que quiero escribir son mi manera de tratar de aspirar a ese lenguaje mítico en el que las experiencias de las existencias ordenadas del pasado se convierten en sentido, logrando así crear respuestas para las inesperadas preguntas de hoy, o de mañana.


Imagen de cabecera: Tomada de ABC.

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