El vano
de la puerta
Jorge Medina
Extendiendo la boca, mostrando los incisivos, los colmillos y los molares, trazando los paréntesis de una sonrisa excesiva y afeada, la mujer logró que el hombre explayara la boca como si su boca fuera la marioneta de esa otra boca diabólica y honesta, aunque su respuesta solo llegara hasta los premolares.
Era la primera vez que se veían ya viéndose, pues ella iba y volvía con su montoncito de papeles para ser firmado y puesto a circular en las vías burocráticas de la empresa, y en ese ir y volver, repentino o calculado, era como la sombra de una sombra, acaso imaginable. Tantas veces caminó ella el pasillo de las oficinas sin siquiera cruzar la mirada accidental de los desconocidos. Tantas veces la vio sin verla, como un accidente en la actitud de mirar a través del vano de la puerta en busca de la solución de los problemas administrativos. Entonces, ella aparecía bruscamente y desaparecía después del segundo paso, dejando en el ojo abstraído la sensación fugaz de una imagen. Ahora la veía y la reconocía como otro de los cuerpos que habitaban el edificio, y acabó contaminado de su alegría furiosa y destructiva. Tenía que verla un día cualquiera, impulsada por un infortunio ajeno y acaso sin valor, cruzando la puerta hasta apoyar la palma de la mano izquierda en el escritorio y decir aquí estoy, sin decirlo, te alteraré, sin saberlo.
El hombre, detrás del escritorio y de los conflictos empresariales, no respondió al primer saludo que la mujer le dirigió apenas al cruzar la puerta. Solo cuando la tuvo con la mano derecha apoyada en el escritorio, acompañando el tono juguetón de su segundo saludo con el destello de su pulsera de plata, ambas cosas a la vez, ambos brillos sonsacadores, el hombre pudo verla y saludarla distraídamente, elevando la quijada y ladeando un poco la cabeza.
Ella llevaba una blusa que parecía de seda, llena de formas que parecían flores, con un escote que parecía inútil. Resulta imposible que una mujer tan colorida no pudiera verse recorriendo los pasillos, casi como si se ignorara el arrastre de un fantasma que lleva una campanilla. También resulta imposible que un hombre que mira al pasillo estuviera tan absorto que no pudiera percatarse de esa figura carnavalesca. Sin embargo, la escena se repitió varias veces al día, de lunes a viernes, durante cuatro años. Y ahora estaban apenas separados por el escritorio y a ella le bastó sonreír para que él sonriera. A ella le bastó preguntar si podía robarse uno de sus lapiceros, finalizando la frase con la sonrisa que, aunque exagerada, no dejaba de ser honesta, para que él estirara la boca y expusiera la blancura fina de sus dientes. ¿Puedo llevármelo?, insistió ella, explicando que el jefe había perdido su pluma y no tiene repuestos, tan confiado como siempre, tan lleno de obsesiones y dificultades sin sentido, pero estoy diciendo demasiado… Veo que usted tiene el escritorio invadido de tinta, te llamarán el Pulpo… No es mi culpa que su oficina esté tan cerca de la del jefe… ¿Quiere que le firme un devolveré? ¡Ah, pero si no me presta el lapicero cómo se lo firmo! Es un asunto complicado, rematando con otra sonrisa. El hombre le correspondió de nuevo, ahora suelto, liberado, comprometido, extendiendo la mano en la que apretaba el bolígrafo plateado que llevaba en el bolsillo de la camisa marrón. Ella salió apresurada, sacudiendo la cola de caballo negro, larga y brillante, dejando en la oficina un olor ácido y dulce, un aroma de frutas tropicales, antes de doblar a la izquierda.
Catorce veces la vio cruzar el resto de la jornada. Llevaba paso ligero y se negaba mirar hacia adentro. Acaso la experiencia le había enseñado que cuando se camina con prisa se debe mantener la vista al frente, no para evitar un mal paso, sino para conservar el impulso hacia el destino. Girar la cabeza, obligar a los músculos del cuello a un acto inútil sería un desgaste innecesario de energía, una falta en la difícil tarea de caminar contra el tiempo. Y en esa inutilidad, en ese acto innecesario, el hombre halló un motivo de intriga que lo arrastró al desespero. No era posible que la sonrisa del medio día fuera un truco burocrático. No era posible que no se hubiera tomado la molestia… Pero pensar que era una molestia le resultaba doloroso… Quizá lo de robárselo era cierto. Rio a carcajadas en el instante en el que ella cruzó de nuevo, y le asustó que ni siquiera su burla la incitara a mirar. Solo esperaba una mirada.
No solo la mirada, esperaba más porque solo aquello sería como un desprecio, como un insulto, como un abandono después de haber compartido un momento tan alegre. Ella corrió un par de veces y su cabellera se levantó y se azotó contra la espalda estrecha y alta, corrió con dificultad porque la falda también era estrecha y negra, con una abertura que dejaba a la vista el color tostado de su pierna. Cuando ella cruzaba, él movía las manos una sobre otra, se acariciaba poderosamente los dedos, los codos apoyados en el escritorio, ansioso por verla regresar, por enfocar la línea morena de la falda. Al fin entró. Le entregó el lapicero, agradeciéndole, llamándolo Pulpo, gracias Pulpo, le dijo, y le extendió el brazo derecho, el de la pulserita de plata, apretando un papel doblado. ¿Qué es esto? Preguntó el hombre. Es una carta de amor, le respondió, dejando una risa y un hasta mañana.
No tuvo que esperar demasiado para verla, no objetivamente, aunque el tiempo lo acechaba ansioso. Tenía la respuesta a la carta que no era una carta de amor, sino un documento de oficina rechazado por un error de ortografía y la negligencia de la secretaria por pasarlo a la imprenta sin ninguna consideración. Era un juego de secretaria. Aunque se tratara de una broma, esa hoja de papel doblada en cuatro partes se le convirtió en un objeto preciado. Precisamente, su ausencia trágica, su sentido cómico, juguetón, le daba confianza y futuro.
Quería verla otra vez, la primera vez del nuevo día, para llamarla o seguirla por el pasillo, tomarla suave y atrevidamente de la cadera o apretarla del brazo para girarla y obligarla a verlo esta vez de cerca, más cerca… Y la vio pasar y ella no miró al interior, siguió de largo con su montoncito de papeles y su cabello ensortijado, ahora estaba ensortijado, y apareció la duda, aunque no tan fuerte como para arrebatarle la confianza. Se levantó de la silla y se acercó al vano de la puerta empuñando el papel que llevaba en el bolsillo de su camisa celeste. La vio caminar en el pasillo, las piernas tostadas, la falda negra y estrecha, la blusa verde y brillante apenas cubriéndole el torso y los hombros, unos hombros elevados que parecían devorarse la cabeza, demasiado rectos, perturbadoramente rectos como si el cuello hubiera caído accidentalmente mientras la armaban. El hombre entró a la oficina despedazando la respuesta y, antes de arrojar los trozos al cesto de la basura, cerró la puerta.