Elogio
a la vida
Antonio José Hernández Montoya
En casa, una de las patas se echó sobre sus huevos y al cabo de un mes ninguno había roto el cascarón. Como se negaba a abandonar el nido, mamá decidió comprarle patitos. Escogió ocho entre los quince que estaban a la venta. Al día siguiente, la dueña llamó para contarle que uno de los patitos no escogidos tenía un problema en las patas: se arrastraba en lugar de caminar. A menos que mamá lo adoptara, la dueña iba sacrificarlo para que no sufriera.
Dijo que mamá tenía más tiempo y disposición para cuidarlo. Así, mamá se encontró ante un gran dilema, pues, según la descripción, el patito no sobreviviría. Nos llamó a mi papá y a mí para escuchar nuestro parecer. Lo primero que imaginé, con tristeza y horror, fue a un patito de menos de quince días siendo sacrificado. Pese a no conocerlo, la idea de su muerte me pareció injusta. Hay algo muy doloroso en las pérdidas a temprana edad.
¿Al sacrificar al patito en verdad se le evitaba una agonía permanente y quizá insoportable? Nuestra humanidad, plagada de razón, leyes y arrogancia, desconoce casi por completo los sentimientos de la naturaleza y cada vez se preocupa menos por ella. ¿Los patitos tendrán consciencia de la muerte? En El pato y la muerte, de Wolf Erlbruch, a veces me parece que sí y otras que no. Además, ¿quiénes somos para decidir sobre la vida de otras personas y no personas? ¿Acaso nuestra intervención sobre estas últimas siempre es destructora?
Hace poco leí la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, a parte de reconocer sus vacíos y sus problemas de inclusión, me asombró que cada artículo es incumplido. Nos falta respetar la vida. Nos falta aceptar que estamos conduciendo al mundo a su final. Yo quiero creer que aún no es demasiado tarde. Yo quiero pensar que el Caronte de Lord Dunsany es solo una conmovedora ficción y no una profecía. Hagamos que los latidos se sincronicen en contra de todas las manifestaciones de violencia. Hagamos que los árboles cumplan sus largos ciclos y que las ardillas, las zarigüeyas, las aves y las iguanas los disfruten sin miedo a recibir un disparo o una roca odiosa.
Mamá aceptó cuidar al patito. Ha crecido un poco, según me cuenta, y disfruta flotar de vez en cuando en un platón lleno de agua. Duerme bajo las alas de la pata, con sus hermanos. Cada mañana, mamá lo saca del nido para que los demás no lo pisen ni lo ensucien; se ha acostumbrado y le habla con ternura. A la fecha, todavía piensa cómo construir un artefacto sofisticado y quizá mágico que lo ayude a mantenerse en pie. No sabemos qué pasará. Es una gran incertidumbre. Lo que sí creemos saber y le sugerimos, señor Stepansky, es que no cambie su vida aunque esté perdida; pero si usted así lo quiere, por favor que sea por la «fábrica de crepúsculos».