Hotline
Este inquietante y confontador cuento es el resultado del Estímulo para el Fortalecimiento de Proyectos Artísticos y Culturales Desarrollados por Jóvenes, una iniciativa apoyada por la Secretaría de Cultura de Cali, convocatoria Estímulos Cali 2024.
Juan José Mondragón
El sonido era corto, perforante, no duraba dos segundos y parecía hecho de la misma materia con la que sonaban las campanas que un psicólogo le puso a un par de perros. El sonido era el llamado de una llamada que no se podía colgar y que terminaba siempre del otro lado, cuando el costumer oprimía el botón rojo o cuando este claramente se despedía. No colgar voluntariamente era una regla que 3907 aprendió rápido, pues el castigo era un memo. «Si acumulas dos, te echan», le había dicho a 39 un associate que ya tenía el primero por colgarle «a un gringo hijueputa que no paraba de decirme fuck you».
El sonido era corto y 39 lo escuchaba en sueños y despierto y distraído y casi treinta veces por día, seis días a la semana. Una vez, mientras almorzaba, lo escuchó por encima de la conversación del supervisor y casi abre la boca para decir «Hi, thank youforcall», pero las lechugas marrones y la salsa tártara que se asomaban por los dientes del supervisor le recordaron que estaba en el lunch break y que faltaban 7 minutos para volver al sonido. «Qué te pasó», dijo el supervisor, y 39 respondió que nada, con los labios apretados, y en el fondo de su garganta se ahogó otra frase: «Ojalá cuando llegue a mi casa no lo escuche antes de dormir». No fue así: lo escuchó al cerrar la llave de la ducha y justo ahí pensó en la psicóloga: «Es normal que tengas pequeñas alucinaciones con el pitido. No te preocupes. Es un fenómeno perceptivo inducido por el hábito». «Lo escucho bastante», respondió 39, y agregó: «A veces siento que no lo voy a dejar de escuchar». «Tranquilo», dijo la psicóloga. Ella miraba con una seguridad inquietante, como si le pagaran por decirlo: «Lo vas a dejar de escuchar cuando dejes de trabajar aquí». En dos semanas 39 cumpliría cuatro años en la empresa.
«Ya está cerca la crisis de los 25. Lo mejor es que salgas de ahí y te dediques a viajar con la plata que tienes en el banco», le dijo su prima por videollamada un domingo lejano. Ella estaba en Madrid y la imagen era pixelada, casi tanto como cuando 39 recibía llamadas en medio de cirugías y terapia. «Tienen que ser un vehículo entre el personal de salud y el paciente. Si el doctor le dice al paciente que debe mover la cabeza de una forma, vos te parás y lo hacés como el doctor dijo, para que el paciente entienda. Acuérdense que no es la voz ni el cuerpo de ustedes, ustedes no son nadie, ustedes son la interpretación y nuestros clientes son los miembros del sistema de salud norteamericano», dijo el supervisor en el segundo día del training. Esa noche 39 llegó a la casa pensando que serían unos meses. «Mientras me acomodo. La paga es buena». «Pues te estás poniendo muy cómodo allí», era lo último que su mamá le había dicho. «Espero que el otro año empieces la universidad y te vayas de ese call center».
Suena. «Hi, thank for calling Medhelp. I’m going to be your interpreter today, my number is 3907, you are talking with…».«Ayúdenme», sonó del otro lado. 39 vuelve a empezar («el supervisor siempre escucha tus llamadas», le confió un associate el otro día). «Hi, thank you for», «Ayúdenme, me voy a matar». No había gritos esta vez, solo una voz que temblaba segura de la muerte. «¿Otro?», pensó 39 en medio de una ráfaga de imágenes que venían en tropel: era una señora, quizás colombiana, gritaba que su marido estaba tirado en el piso sin moverse. 39 se cuidó de deletrear el nombre de la ambulancia y el hospital a donde llevarían a Carlos, 53, al parecer con infarto fulminante. «Compruebe si su esposo aún respira, por favor», dijo 39, y la mujer parecía no respirar también, pues ya no gritaba y solo se oían esfuerzos por tomar aire, como un niño que no sabe nadar y se hunde sobre el agua mientras llora. «Calm down, don’t hang up on me, they are on their way», dijo el médico; él tradujo: «Señora, por favor, cálmese y no cuelgue». 39 tampoco terminó de hablar esta vez: ella colgó, salió el sonido como un puñal preciso y directo al tímpano (el mismo de la ducha y de las mañanas sobre el tráfico) y entró la llamada de Gloria, 45, que aún no entendía su último cobro en el seguro médico. Seguiría el lunch break, el microondas, el pollo sazonado desde la noche anterior, veinte minutos mirando la pantalla del iPhone (faltan cinco cuotas, ya casi se paga) y otra vez el sonido, «Hi, thank you for calling».
«Me voy a suicidar». «He is going to kill himself», traduce 39, con la indiferencia de quien señala el clima. «¡Me voy a matar ya mismo!», insiste la voz sobre el teléfono. El otro traduce las instrucciones del counselor: «Por favor, toma un respiro profundo y dime qué te pasa». «845», dijo otro associate al cierre de la jornada unos días atrás, y añadió: «Se me quedó grabado ese código de verificación». 39 no se había puesto aún los audífonos. El bus tenía quince minutos de retraso y la calle era una gran sábana negra solo para los dos. «Con unos amigos a veces jugamos al que recuerde más números estando borrachos». El bus llegó, y se subieron ambos en la parte de atrás. El associate siguió a 39 y le dijo apenas se sentaron: «¿Has pensado alguna vez en anotar los datos completos?». «¿Los datos completos de qué?». «De una tarjeta». «No». «¿Seguro?». «Si hago eso, Dios me usa de ejemplo y me pillan». «Yo tengo un par, por ahí. He pensado en usarlas y dejarles este mierdero. Irme para otro lado con otro rostro. ¿Te imaginás? Veinte mil dólares para volver a empezar. Vos tenés cara de que lo has pensado también. Son más de cuarenta tarjetas de crédito que yo escucho a la semana». Cuando 39 llegó a su casa le tomó varias horas salir de esa piel incómoda por la que respiraba todos los días. En la ducha volvió a oír el ruido y pensó en el sujeto que coleccionaba datos ajenos. «Es un infiltrado», pensó. «Me quieren ver caer». Al otro día el escritorio del associate estaba vacío.
«Estoy en el borde, en el Golden Gate. Tenía una pistola en mi casa, pero no pude, y si me tiro al menos no voy a sentir nada». «Tranquilo, quiero que respires de nuevo», dice 39, cuidándose de interpretar ese abrazo que el counselor intenta con la voz («Los puntos de interpretación son la más alta bonificación del salario»). «No estás solo: tu vida es importante y estoy allá contigo». «¿Dónde?», responde el chico. «Aquí, junto a ti» (corrige 39). «No, aquí no hay nadie, estoy solo, siento que ya estoy muerto y solo me falta irme al fondo del océano». 39 pensó en las aguas y los fluidos, las olas rompiéndose de pronto, el cuerpo cayendo a 128 kilómetros por hora, recorriendo cada milímetro de los 75 metros desde la baranda hasta el pavimento líquido que sería el fondo del Golden Gate. No pensó en lo que pensaría el otro: son cuatro segundos hasta el golpe, el cerebro no alcanzaría a formar una imagen precisa antes del apagón final. Es la madrugada, no hay mucha gente sobre el puente, pero a lo mejor alguien verá a este chico que acaba de lanzarse con el teléfono en la mano. Le quedará quizás el riñón entero: el hígado, el corazón y el pulmón se van a romper como un globo lleno de agua espesa. Una costilla va a perforar el estómago y seguirá una hemorragia, también esta misma costilla va a atravesar la piel del abdomen y por allí saldrán los gases a los días de muerto. El cuerpo se irá con la corriente, como quien deja ir una cometa sobre el cielo, y los peces se van a pasar varios días almorzándose la punta de los dedos y el globo de los ojos. Si la costilla se va por otro lado y se rompe en pedacitos por dentro, quedarán unos minutos de vida que son la agonía del que muere ahogado. Pequeñas burbujas de moco le bastarán al forense para saber que hubo asfixia por agua salada. El cuerpo será como un barril que flota sin dueño, hasta que la guardia costera lo vea en el turno del siguiente día. Seguirá una bolsa gris que se mete sobre un cajón, con el cadáver adentro, cinco minutos hasta la costa, y la autopsia. Al abrir la bolsa los ojos estarán abiertos, como diciendo quiénes son estos hombres que me sacan de la muerte. Antes de que el forense busque más heridas va a revisar los bolsillos: no hay social security number, ni tarjeta de banco, ni licencia de conducción, solo una caja de cigarrillos con las letras emborronadas por el agua. Quién es este hombre, todos piensan, pero nadie dice. Es joven, no tiene más de 30 años. Cruzó de ilegal, va a pensar la policía. Y está en lo cierto. El cuerpo irá a una capilla cercana donde hay otra morgue, pero nadie va a saber qué hacer, porque no hay madres a las que alertar que su hijo está muerto y no saben, ni siquiera, si la madre tampoco estará muerta o desaparecida en algún lugar del interior de México.
Otra vez la llamada. «Please hold in line, ok? Everything will be ok».39 pensó en los espacios de segundo que parecían eternos entre el inglés del counselor, sereno, y el español del chico, desesperado, en la madre. Otra madre, para la que alguna vez 39 interpretó a su obstetra. La madre era de apellido Fernández y llevaba ya tres días de parto. Habían llamado al call center porque ella no entendía las instrucciones del obstetra en inglés. 39 pensó en las aguas, otra vez, derramándose para que entrara otra vida a este mar de lágrimas. «Señora, puje, ¡puje!», había dicho 39, ya exasperado también y sintiendo que eran sus entrañas las que se abrían junto a las de ella. Vino un último respiro, una última fuerza, las aguas se abrieron y se escuchó un llanto lejano que entraba por la videollamada. 39 se quedó en silencio esperando que la vida apareciera en los ojos de la madre, pero la llamada se cortó de nuevo. Le pusieron cinco estrellas en la encuesta de satisfacción.
«Necesito que te muevas del puente, por favor. Tu seguridad es mi prioridad ahora mismo», dijo 39, traduciendo a la counselor. «Por favor, no llames a nadie», dijo el chico. «Me va a coger la migra si me meten a una ambulancia». «No, tranquilo, no va a venir nadie, solo necesito que te alejes del borde». Hubo silencio. 39 sintió cierta sensación de precipicio. La oficina quedaba en el último piso del site. La consejera dijo algo, pero 39 no tradujo. Sintió, por unos segundos, que los pisos inferiores habían desaparecido y ahora la oficina flotaba sobre un puente cuyo piso eran las aguas que tragaban hombres y los escupían a los días. «¿Qué me están diciendo?», dijo la voz sobre el teléfono y 39 volvió sobre sí. «Interpreter, are you there?».«¿Dónde estás?», preguntó 39, ignorando la pregunta. «Ya no estoy en el borde, me bajé de la baranda». «Ok, sigue caminando al extremo del puente que tengas más cerca, por favor». «Siento que todavía puedo caer». «¡NO!», respondió 39. «No te vas a lanzar porque no puede ser que tu vida termine de forma tan patética». «Excuse me?»,dijo la consejera. «I think I didn’t say that», pero 39 ya no estaba escuchando, así como tampoco escuchó la voz de Lara, su amiga, hace cierto tiempo.
Ambos, 39 y Lara, tenían dieciséis. «Creo que me voy a matar», le había dicho 39 a Lara esa tarde. «Mi mamá dice que tengo que trabajar y salirme del colegio porque el dinero no alcanza desde que nos dejó mi papá». «No te preocupes, podemos hablar con los profesores para que te ayuden, pero no tienes que dejar el colegio», dijo ella. 39 no escuchó lo último porque decidió correr y dejar todo atrás. Subió con prisa las escaleras del puente; Lara gritaba desde atrás, dejándose la garganta. 39 alcanzó a correr hasta la mitad de la estructura: abajo había un mar de autos que pasaban a toda velocidad sin mirar arriba, donde había un chico de quince años que ponía un pie sobre la baranda: las manos sirvieron de polea y el cuerpo se alzó por encima de la cintura, de cara al vacío. Vendría el segundo pie sobre el tubo de acero, el salto, la caída, un vidrio pulverizado, tal vez un padre de familia o un oficinista que regresa de la jornada serían los condenados: la fuerza con la que el cuerpo se entierra sobre el capó y el cristal harán que la vista se pierda sobre el estallido de sangre y los pedacitos de vidrio que no han terminado de caer sobre el tapete. El carro va directo a otro choque, esta vez con un poste, si hay suerte, sino será el separador que se meta en el camino y luego el vuelco sobre la máquina pondrá los dos cuerpos por debajo del acero y del motor. 39 siente que ya se está dejando ir y que se avecina el último respiro sobre la tierra, cuando un brazo lo detiene por la camisa. Después es otro brazo que lo pone sobre el piso y serán dos hombres, bastante borrachos, los que se reirán en su cara: «¿No tenías muchas ganas de morirte, culicagado? Tomá», y le lanzan una navaja. «Mátese pues». 39 no hace nada, siente que ya se lanzó y que este es el infierno que se merece: una broma del diablo que lo ha vuelto a poner en su barrio lleno de pobres y prostitutas. Lara llega gritando y cuando ve a los hombres reír les dice que gracias, que muchas gracias y trata de decir otra cosa, pero se le corta la respiración. Vendría, después, la policía, la psicóloga de la policía, la llamada a la madre, que verá llegar a 39 en una patrulla y pensará, ahora sí, que su vida es la más maldita de todas porque cómo va a ser que la policía me coja a mi muchacho, en qué estará metido ahora, y entonces se va a tranquilizar, aunque por solo por unos segundos, cuando el capitán de la policía, parado en el umbral de la puerta, le diga que no, no señora, su hijo no es ningún delincuente, lo traemos en la patrulla porque se iba a suicidar. La madre se lleva la mano al corazón, que se ha ido al fondo del pecho, y es como si lo buscara con la mano mientras el capitán de la policía le explica el protocolo que sigue. Lara se asegura de que 39 termine el colegio de forma nocturna mientras trabaja empacando pollos en las mañanas. Le regala unos audífonos para que escuche música y se entretenga. Años después de la graduación, el supervisor del call center le preguntaría a 39 cómo aprendió inglés si nunca fue a una academia y venía de un colegio público. Fue un regalo de una amiga, contestaría. «¿Qué cosa? ¿Un curso de inglés?». «No, unos audífonos. Para escuchar música. En inglés. La música en español me deprime porque la escuchaba mi papá».
«Escúchame». 39 agarra el auricular con fuerza, como metiéndose dentro de la llamada y de la vida del otro: «Vas a seguir caminando y no te vas a detener hasta que yo te diga». «Excuse me, sir, I think you are not listening to me, that is not what I said». «Ok», responde el chico, ignorando también a esa voz que le habla en inglés. «¿Qué estás viendo?», pregunta 39. «Las luces de San Francisco. Se acaban de encender y la ciudad se ve desde lejos». «Ok, entonces sigue por ese camino y me dirás qué sientes». «El viento. El viento me está pegando en la cara». «Ok, sigue caminando, ¿las luces son más grandes, cierto?». «Sí, ya estoy más cerca». «Quisiera decirle algo inspirador o tierno sobre la vida, pero la verdad es que no se me ocurre nada. Solo hay que seguir caminando, y nunca detenerse». «Eso es muy cliché», responde el chico. «A veces hay que ser cliché porque la vida es una mierda, pero bueno. ¿Dónde estás?». «Ya llegué al final del puente». «Ok, vendrá una ambulancia dentro de poco. Te van a preguntar si tienes aún ganas de lanzarte y les vas a decir que sí, pero también les vas a decir que estás indocumentado y que no tienes seguro médico, que un psiquiatra de emergencia sería lo mismo que matarte, esta vez con una deuda. Te van a llevar a un centro de acogida para inmigrantes, con una trabajadora social. Le vas a pedir el contacto y hablarás con ella al menos una vez cada dos semanas. «¿Todo va a estar bien?», pregunta el chico. «Sí, todo estará bien», responde 39.
Se escucha una sirena desde lejos. La consejera no para de gritar por el teléfono que reportará el caso, y le pide a 39 el número completo de identificación y su nombre. Por un momento ella también se calla, casi entendiendo que han hecho mejor su trabajo. Se oyen unos pasos en la llamada y se acerca a alguien; 39 entiende que es la ambulancia que ahora ha apagado su sirena al ver al chico sano sobre la tierra y, sin despedirse, cuelga. Deja los audífonos sobre el escritorio y cuando se levanta hay muchos ojos que lo miran con cierta vergüenza y admiración al mismo tiempo. Él no los mira de vuelta: coge sus cosas, su maleta y se va de la oficina. Oye la voz del supervisor que lo busca por la espalda, que él ignora. Solo sigue caminando. Baja por las escaleras de emergencia y en la puerta del edificio recibe un correo electrónico de recursos humanos. «Querido associate 3907, queremos que te presentes en la oficina de Human Resources el día de mañana a primera hora para discutir tu desempeño en la última sesión de interpretación…». 39 no termina de leer el mensaje y escribe la respuesta: «Mi nombre es Mateo. No voy a ir a ninguna reunión de descargos porque acabo de renunciar. Y váyanse para la puta mierda».