Las 12 velas
La doña entró de nuevo a la sala y lo miró, pantalón de dril y camisa de manga corta, a la usanza del campo, y recordó que con esa ropa lo vio correr tras quienes dispararon contra su hijo en la puerta de la casa. Antes de ese día, nunca lo vio llorar.
Juan Sebastián Mina
A las cantaoras no se les permitía cantar. Esa noche no, no en su casa, dijo doña Maristela al salir de la cocina. Las mujeres argumentaban que la sombra se perdería, que el ancestro se quedaría esperando, que el alma del muchacho vagaría sedienta por este mundo. La doña les devolvía la retahíla diciendo que no, que su hijo había sido bueno, que tenía al crucificado de oro en el cuello y que él lo guiaría; además, que la veladora era nueva y el altar bien dispuesto. Y punto. Así, entró a la sala con la tranquilidad que viene de la certeza impuesta y vio a un hombre en chanclas. Frunció el entrecejo. El hombre la vio y ocultó sus ojos y sus pies del mudo reproche.
¡Tengo dos mil pal´pam! El anuncio empapó la sala y recordó que para el pobre la muerte es otro gasto. Aquí hay café. Era una casa honesta, risueña, abnegada. La entrada estaba coronada por una mariposa negra. Las paredes de ladrillos ahumados soportaban algunas fotos enmarcadas en cartón: la del hijo orgulloso sosteniendo su primer diploma; la del hijo confundido junto a la madre al salir del bautizo; la del hijo despreocupado sobre los hombros de Teodulfo, el padre. Sombras de la vida. La ocasión sirvió para comentar que en una de esas paredes hubo foto del don y la doña con marco de madera. La foto se perdió. El marco ardió un día en el fogón que ahora doña Maristela atizaba para que hirviera el agua. Don Teodulfo, en el rellano de la puerta, ocultaba su tristeza de manera inexperta; entre pañuelo y manga de camisa sacudía el dolor que ahogaba sus ojos. Todos reprocharon que no se pusiera zapatos cerrados. Atrás, el agua hervía, y la doña con ella.
Bueno, esto es lo que hay. ¡Mijo, mijo venga! Vaya compre el pam. Y dígale a don Ramiro que mande dos mil más, que´s pa´la gente del velorio. En un rincón de la sala había una mesita de patas largas que sostenía la foto de un joven con ojos palúdicos y un cununo a sus pies. Junto a la mesita yacía el cuerpo enjuto, maltrecho, anochecido. Alguien notó que el pie derecho se le torcía, y pensó que si no cantaban iba a perder la sombra y rasgó el velo de la certeza impuesta con un grito: ¡ayyy, lo mataron, lo mataron sin piedad, sin tener ningún consuelo! Desde la cocina alguien respondió «Ayyy, diojmio» mientras servía en un vaso de plástico el fatídico café. En la puerta, unas chanclas sin dueño; junto al altar y de rodillas, un hombre. Los ojos hurgaban motivos. Algunos osados, los menos, imputaban cargos: borracho, mujeriego, pegón. Otros, los más, sentenciaban: culpable. ¡Ma, don Ramiro ya cerró!
La doña entró de nuevo a la sala y lo miró, pantalón de dril y camisa de manga corta, a la usanza del campo, y recordó que con esa ropa lo vio correr tras quienes dispararon contra su hijo en la puerta de la casa. Antes de ese día, nunca lo vio llorar. Los gritos de la hombría herida llenaron la sala. La doña sostenía la bandeja humeante que despedía un aroma amargo. Las cantaoras aprovecharon su descuido y se acomodaron. Primero lo primero: el canto. El velón empezaba a apagarse. En la sala ya repartían las 12 velas blancas que rodearían el féretro. Mientras los vasos rodeaban la concurrencia, doña Maristela recordó que ese café lo había traído su hijo dos noches atrás, justo después de dejar las únicas botas de su papá con don Rodolfo, el zapatero. La imagen de su hijo tocando el instrumento con las cantaoras en fiestas y yenyerés se le vino de golpe. Vio a su esposo al pie del altar abrazando la foto que antes había estado sobre la mesita, y vio de nuevo las chanclas en la puerta. La bandeja se fue al piso. Por primera vez, en esos dos días, los ojos le pesaron, y doña Maristela lloró.