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Comprar el «estreno»
en el centro de Cali

A mí me faltaba el amuleto. Era 23 de diciembre. Andaba por el centro de Cali cambiando libros, y decidí darle una oportunidad a eso que llaman estrenar. Durante años me había apoyado en la ropa que ocasionalmente me regalaba mi familia. No obstante, teniendo almacenes tan cerca, decidí probar suerte.

Juan José Mondragón

Tomada de Q’hubo Cali

Uno

«Comprar el estreno»: me ha parecido siempre una frase arbitraria. No es una costumbre exclusivamente colombiana. En casi todos los lugares del mundo, y sobre todo en un mundo mayormente asalariado, las personas compran ropa cuando les pagan sus vacaciones legales. No es en vano que aquí, en pleno trópico, uno escuche cosas como «rebajas de invierno» o «colección de primavera». A veces vienen en inglés y son hasta chistosas: spring sale, lower price summer, y la mejor: Black Friday. 

Sin embargo, aquí dicha costumbre ha adquirido cierto aire ritualezco, eso todo el mundo lo sabe. Como si uno poniéndose ropa nueva espantara los males viejos. Como si fuese una ducha de agua fresca o un amuleto para la buena suerte del año venidero. 

A mí me faltaba el amuleto. Era 23 de diciembre. Andaba por el centro de Cali cambiando libros, y decidí darle una oportunidad a eso que llaman estrenar. Durante años me había apoyado en la ropa que ocasionalmente me regalaba mi familia. No obstante, teniendo almacenes tan cerca, decidí probar suerte. Además, el centro es una figura espacial que tiene cierto encanto. No es un barrio: es muchos a la vez; no es un sector que tenga límites claros, más bien es como una mancha urbana que parece extenderse según la hora. ¿En dónde empieza el centro y dónde acaba? 

Dos

Voy por la carrera sexta. A cada lado de la calle hay columnas de tenis a punto de derrumbarse sobre la acera. El consumo funciona como un monstruo de dos cabezas que se alimentan una a la otra: los vendedores detectan el estilo que impera y consiguen la mercancía; los compradores, por su parte, consiguen las prendas curadas por los comerciantes. Por eso veo muchachos que lucen las camisetas que los pregoneros anuncian, como si un maniquí cobrara vida de un momento a otro y se pusiera a andar por la calle.

Veo muchachos que lucen las camisetas que los pregoneros anuncian, como si un maniquí cobrara vida de un momento a otro y se pusiera a andar por la calle.  

En los locales hay un bafle que reproduce música. Como cada negocio tiene el suyo (y tras de eso los ubican afuera) uno da dos pasos y parece que entrara en un espacio sonoro distinto. A veces los amplificadores están ubicados tan cerca que uno oye un estruendo de trompetas y voces mal cruzadas, como dos equipos de sonido que discuten sin razones y a gritos. Toda mi vida me he preguntado si hay una sola persona en el mundo dispuesta a ingresar a un negocio que de entrada solo te aturde

En mi paso sobre la calle he visto a una persona ser peluqueada con capa y todo; he visto a un hombre ser interrogado, en una llave de asfixia, mientras a su alrededor hay un coro de muchachos que se ríen porque al parecer están jugando; he visto a un guarda de tránsito tratar de manejar el río de gente y vehículos que transitan por la vía, pero parece un semáforo viviente que todo el mundo ignora. Especialmente aquí, en la carrera sexta con calle 14, donde hay un río de gente indiferente a todo, que solo camina y camina. En algún punto yo profería el modesto «perdón, qué pena» cuando me chocaba con alguien, pero ya en este punto me he rendido y dejo que la gente me empuje sin rencores mientras me muevo en la marea. 

Finalmente, llego a un puesto de películas piratas. Hay un televisor que reproduce una película de Rápidos y furiosos a todo volumen, cuyos disparos alertan a ciertos transeúntes lejanos. «Buenas mijo, qué necesita», pregunta. Le digo, por probar: «¿Tiene historia de un matrimonio?». «Déjeme busco en las de comedia», y empieza a recorrer su catálogo. En una esquina de la mesa, como pudorosas, hay una serie de películas que no tienen título, pero muestran a un par de mujeres adultas en uniforme de colegio, con las faldas subidas por encima de la rodilla. El vendedor capta mi mirada y dice: «esas son porno mijo. ¿Busca alguna?». Le respondo que no, pero por curiosidad le pregunto qué tiene. «Ah mijo, mire, estas son neozelandesas», y me pasa un CD. A mí me sorprende la precisión con la que usó el gentilicio. «El disco no está marcado, para que no lo pille la mujer». La película cuesta dos mil pesos. 

Tres

El «centro» de Cali. La palabra es apropiada, no solo por su ubicación geográfica, sino por su categoría simbólica. El centro es un lugar que se parece a muchas cosas. Es como un prisma que bajo la luz tiene muchas caras, solo basta calibrar el ángulo de donde se mire. Al describirlo uno siempre lo limita: al intentar encerrarlo en cualquier sustantivo una parte esencial se escapa al nombre. Me gusta la palabra «centro» porque se me antoja a «vórtice» o «núcleo». El centro parece un huracán que se ha venido tragando con las décadas todo lo que Cali fue y es. Barrios coloniales, iglesias, escombros, metal, ladrillos, personas en la miseria y en la riqueza, animales, drogas, prendas de vestir y de botar, prostitutas, prostitutos, salsa, condimentos, música, metederos, antros, bailaderos, edificios, rascacielos, buses, ollas, sartenes, cucharas: todo está allí, esperando que uno lo descubra. A veces parece que el resto de Cali es lo que el centro vomitó; a veces parece que el centro es lo que Cali ha venido desechando, hacia adentro, hacia el núcleo. 

En el centro se consigue de todo y más en diciembre. Los pensadores contemporáneos dicen que esta era es el imperio de lo efímero, de lo líquido y de lo desechable. El centro parece el triunfo de ese dogma. Al darme una vuelta por acá, puedo confirmar que casi todo puede ser copiado. Las zapatillas Nike tienen una réplica casi tan exacta que a veces al tacto es difícil notar las verdaderas. Gorras y cinturones Gucci, tan iguales, que de lejos parecen comprados en París. Jeans de China, Indonesia, Estados Unidos o Cundinamarca, no importa, pues todos pueden ser Diesel. Aquí las cosas tienen una capa artificial, plástica, como si este fuese el verdadero valle de la silicona. Me divertí al pensar que, cuando los hombres puedan ser clonados, alguien tendrá la máquina en algún local de San Andresito. Y listo, su hijo clonado o su mamá clonada, en réplicas triple A, al mejor estilo de un Black mirror criollo. 

Aquí las cosas tienen una capa artificial, plástica, como si este fuese el verdadero valle de la silicona.

Cuatro

Estoy por la calle 15. Me meto a un «pasaje», que significa un centro comercial pequeño y extendido sobre un gran pasillo. A mi lado hay locales con bolsas tiradas en el piso, llenas de zapatillas y sudaderas. Están abiertas y la ropa se desborda en la embocadura de la chuspa como una verruga que está sangrando telas marca Adidas. 

Al acercarme a un local, una chica de unos veinte años me grita desde el otro lado: «A la orden mi amor, ¿qué necesita?». Balbuceo que estoy buscando un pantalón, y antes de que yo pueda terminar, ella ya me está mostrando la mercancía. Hay tres filas de joggers apilados uno encima del otro, colgados a lo largo de la pared. «A treinta mil, mi amor». Le pregunto si la gente compra mucho ese pantalón y ella me confunde con alguien que revende. «Claro, mi amor, bastante. Si va a comprar al por mayor son mínimo seis». Yo miro por unos momentos y luego decido que es mejor seguir buscando opciones. «Hasta luego, muchas gracias», le digo a la vendedora. Doy dos pasos y ella me agarra del brazo, con una fuerza inusitada, llevándome a un rincón. «Mire mi amor, yo le voy a decir algo», habla mientras me aprieta el brazo, con unos ojos que gritan una preocupación genuina. «A mí me van a echar si yo no vendo, cómpreme, ¿sí?, ¿cuánto tiene?». Aliviado porque no me confió el secreto de la bomba atómica, le confieso que no tengo mucho dinero, aunque es mentira. «Ay, cómo así, ¿no tiene nada?», y pone su cabeza en mi hombro. Yo le doy dos palmadas en la espalda y pienso que si tuviera ciento veinte mil pesos le compraría los seis pantalones, aunque no los necesite. 

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Magalico

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