Made in China
Alexander Vélez Guzmán
Al caer la tarde, el padre David se despedía de los anfitriones agradeciéndoles una vez más por su generosidad; a su paso por el jardín dejaba una bendición en cada mesa. Al llegar al vestíbulo, sobre dos mesas se apilaban cajas envueltas con papel multicolor, bolsas brillantes de diferentes tamaños, todas adornadas con moños de una filigrana excepcional.

«Finalmente, quisiera recordar lo que nos dice Proverbios 3:27: “No te niegues a hacer el bien a quien es debido, cuando tuvieres poder para hacerlo. No digas a tu prójimo: Anda, y vuelve, y mañana te daré, cuando tienes contigo qué darle”. A todos ustedes gracias y que la bendición del padre, del hijo y del espíritu santo los acompañe siempre, Amén».
Así terminaba el padre David su homilía privada en la casa de campo de la familia Villegas, a pocos días de iniciarse la novena de aguinaldos. La misa era parte de un evento reservado para familias de la alta sociedad. Se reunían para disfrutar de una tarde entre amigos, hablar de oportunidades de negocio en la bolsa, sobre el mall recién inaugurado en Miami, y de paso, responder al llamado que despierta la época decembrina: ayudar a los más necesitados. Todos los asistentes al evento debían llevar un donativo, en esta ocasión, regalos para alegrar la navidad de los niños pobres.
Reconocido por su entrega hacia los menos favorecidos, el padre David era el encargado de recaudar los regalos y elegir el pueblo afortunado al que llegaría la navidad, por la gracia de Dios y la misericordia de sus mecenas en la tierra. El padre era un gran orador, compartía con los invitados historias de sus años de sacerdocio por los parajes más inhóspitos de la geografía nacional, lugares invisibles en donde, según él, conoció el rostro más crudo de la pobreza, aquel que se refleja en la cara de un niño con hambre. De los oyentes brotaban sollozos, varios se recriminaron en silencio por llevar un solo regalo y algunas esposas le lanzaban esa mirada a sus maridos por no donar un obsequio más costoso.
Al caer la tarde, el padre David se despedía de los anfitriones agradeciéndoles una vez más por su generosidad; a su paso por el jardín dejaba una bendición en cada mesa. Al llegar al vestíbulo, sobre dos mesas se apilaban cajas envueltas con papel multicolor, bolsas brillantes de diferentes tamaños, todas adornadas con moños de una filigrana excepcional. El servicio de los Villegas se encargó de los paquetes, acomodándolos con sumo cuidado en las tres camionetas dispuestas para llevarlos a La Misericordia, barrio en donde el padre tenía su parroquia. Cuando la comitiva llegó a la casa cural fue necesario mover el campero modelo setenta y siete del padre para facilitar el descargue de los obsequios por el parqueadero. Ya era de noche cuando las camionetas doblaron por la esquina. En el comedor el padre hablaba por teléfono mientras degustaba los manjares que la señora Villegas le había empacado para el camino. Dos horas más tarde, un furgón se detuvo frente a la iglesia y de un taxi que venía detrás descendieron cuatro personas, afanadas por llegar hasta la puerta entreabierta del despacho cural.
Cuando la comitiva llegó a la casa cural fue necesario mover el campero modelo setenta y siete del padre para facilitar el descargue de los obsequios por el parqueadero. Ya era de noche cuando las camionetas doblaron por la esquina
Pasaban las once, la lluvia ahuyentó a los transeúntes y solo en la casa cural se notaba movimiento tras las cortinas. Los invitados del padre David eran comerciantes del sector de Sanandresito, en donde trabajó antes de ingresar al seminario. Con habilidad, tres mujeres se encargaron de desempacar cada regalo y reportarlo para el inventario, mientras el padre David y don Lorenzo, reconocido empresario de aquel sector, revisaban la calidad de cada uno. Después de concertar el valor de todo el lote, don Lorenzo abrió la puerta, hizo una señal y del furgón salieron tres hombres que empezaron a bajar cajas con juguetes y ropa infantil importada, todo Made in China. Las mujeres procedieron a envolver nuevamente cada regalo, pero esta vez con los productos importados, buscando simular en forma y tamaño a los obsequios originales. El alba asomaba por los vitrales de la iglesia cuando el furgón y el taxi partieron rumbo a las bodegas de don Lorenzo. En la sacristía, el padre se acomodaba la estola alrededor del cuello para oficiar la primera ceremonia del día.
Una semana después, el padre David rezaba la novena de aguinaldos en Panguí, un pequeño caserío perdido en la selva, donde sus habitantes esperaban ansiosos la repartición de los destellantes regalos que habían llegado con él en la panga. Terminada la novena, cada niño recibía su regalo y posaba para las fotos y videos, con el compromiso de no abrirlo hasta que todos los demás tuvieran el suyo y se hubiera tomado la foto grupal. Imágenes de niños sonrientes y padres agradecidos fueron enviadas a la familia Villegas, quienes a su vez las compartieron con los asistentes a la exclusiva reunión de días atrás. Las lágrimas rodaron por las mejillas de los donantes mientras un suspiro autocompasivo exaltaba su condición decembrina de buenos samaritanos.
Las familias se fueron dispersando, los niños tiraban de las ropas a sus padres ansiosos por ir a disfrutar de sus regalos y medirse el estren. Por la calle, la brisa jugueteaba con moños desabridos y papeles de colores rasgados. El padre los seguía con la mirada sentado a la sombra de un algarrobo, sonreía regocijado por el deber cumplido. El éxtasis fue interrumpido por el timbre del celular, un mensaje de don Lorenzo le confirmaba la transferencia por el valor acordado en el intercambio de la mercancía, a lo que el sacerdote respondió con un fervoroso: «¡Dios te lo pague! Nos vemos el año que viene».
Arreboles se dibujaban sobre el horizonte cuando el padre David se despidió de los lugareños que jugaban al dominó cerca a la playa. Les dejó una última bendición antes de subirse a la lancha que lo llevaría hasta su cabaña en Jarusí para disfrutar de unas merecidas vacaciones. Ya con el alzacuello guardado en la maleta, David iba al encuentro de Disnéi, la hermosa mulata que era su mujer desde hacía nueve años. Cada diciembre se reunían para disfrutar de aquel paraíso escondido entre la selva que se funde con el mar, y juntos, al calor de un buen viche, esperar la llegada del niño Jesús.
Sobre el autor Alexánder Vélez Guzmán
Soy caficultor. Disfruto la lectura de cuentos y poesía; bajo su amparo voy en la búsqueda de una voz propia. La literatura es una ventana dispuesta para todos, sin embargo, solo se abre para quien decida acallar el ruido de la cotidianidad y desee habitar en la vida de otros, más allá de los muros que soportan la realidad.