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Ciencia ficción y realidad:
una relación no tan antagónica

Ah, la realidad; esa hebra con la que, creemos, están tejidas todas las cosas que percibimos, incluyéndonos, y en la que, por lo mismo, rara vez nos paramos a cavilar. ¿O es usted, lector/a, de quienes se piensan con frecuencia esto de la realidad? ¿La asume, a lo mejor, como lo «normal», «lo verdadero», lo que «está ahí», lo cognoscible o simplemente «lo que es»?

Ricardo A. Bolaños

Astronauta frente a un edificio interestelar

«La ciencia ficción es bíblica, popolvuhista, leviatánica, gilgameshiana. Pero esto no es solamente literatura, es una necesidad de abrir los ojos y hacerlos grandes, mucho más grandes, hasta abarcar una información revelada, convertirse en un radar, como el que decía Ezra Pound eran los verdaderos poetas, una síntesis, un fogonazo enceguecedor que nos permita apreciar el milagro constante en que vivimos».

René Rebetez.


Allí donde se diga «ciencia ficción» sin duda estaremos hablando de una visión atípica de la realidad. Otra cosa no cabe decir de un género que ofrece una ventana hacia mundos alternos, poblados de seres extravagantes y proezas tecnológicas solo fabricadas por la imaginación, poniendo en suspenso, como hace todo género fantástico, la noción de «lo real».

Al reconocer este desborde imaginativo de la ciencia ficción, de su capacidad para transportarnos, ¿debemos por fuerza admitir que se trata solo de un género de quimeras? ¿Que tal ventana no provoca otra cosa que una evasión de la realidad, como aún es frecuente escuchar? 

Is this the real life? Is this just fantasy?

Ah, la realidad; esa hebra con la que, creemos, están tejidas todas las cosas que percibimos, incluyéndonos, y en la que, por lo mismo, rara vez nos paramos a cavilar. ¿O es usted, lector/a, de quienes se piensan con frecuencia esto de la realidad? ¿La asume, a lo mejor, como lo «normal», «lo verdadero», lo que «está ahí», lo cognoscible o simplemente «lo que es»? Más allá de si es positivista, trascendente, esencialista o mística su perspectiva de ella, es muy probable que esta siempre apunte a una representación estable del mundo, entendido esto como un conjunto de certezas o convenciones.

Lo cierto es que esa cosa jabonosa llamada «realidad» ha sido desde siempre tarea constante del arte, pero es el realismo literario el que ha instaurado como principio estético la fijación de una realidad en curso, al registrar con ansia de etnógrafo cada costumbre, evento o personaje (entendiéndola, por supuesto, como «realidad social»), hasta hacer del relato ficcional ese espejo que, según Stendhal, se pasea a lo largo del camino reflejando, voraz, el cielo y el barrizal.

Lo cierto es que esa cosa jabonosa llamada «realidad» ha sido desde siempre tarea constante del arte, pero es el realismo literario el que ha instaurado como principio estético la fijación de una realidad en curso.

Si bien, al agotar sus posibilidades, el realismo del siglo XIX fue dando paso a tentativas de superarlo (la novela psicológica y naturalista, el espiritualismo, el simbolismo, etc.), e incluso a la ruptura radical de las vanguardias, rara vez se asumía estas búsquedas como totalmente desvinculadas de la realidad; por el contrario, se aceptaba que, a fin de cuentas, reforzaban su vínculo con ella, pues si las primeras escarbaron en otras dimensiones (metafísica, espiritual) de lo real y lo humano, la proclamada renuncia mimética de las vanguardias realmente buscaba hacer eco estético de los cambios sociales y tecnológicos de la modernidad.

En contraste con todo esto, cualquier lector que llegue por primera vez a la literatura de ciencia ficción notará de inmediato que esta, y la fantástica en general, no se sitúan aquí y ahora, que proponen un pacto ficcional peculiar al representar mundos lejanos en el espacio y el tiempo, a todas luces «inexistentes», desplegando ambientes, seres y patrones de relación social diferentes y hasta diametralmente opuestos a los nuestros (sí, vienen en tropel a nuestras mentes los trípodes de Wells, los bomberos pirómanos de Bradbury y los «replicantes» marcianos de Dick) hasta el punto de despertar nuestro «sentido de la maravilla» (sense of wonder), por lo cual estos relatos suelen entrar al pueblo de las narrativas «miméticas» como el forastero sospechoso. Y esto a menudo conduce a un equívoco, según el cual las de ciencia ficción y la fantasía en general serían literaturas «escapistas», poco comprometidas con las realidades sociales o naturales.

Lo que, por supuesto, no deja de ser un juicio apresurado, basado a menudo en lecturas superficiales –por no hablar de preconcebidas– del género, pues aunque el relato de ciencia ficción no documenta, ni aspira a documentar, lo que se admite como realidad, ciertamente nunca se desliga de esta y, por el contrario, se adentra más en la naturaleza de lo conocido explorando lo desconocido.

Extrañamiento cognoscitivo y novum

Antes de llegar a relatos que exponen esta paradoja, primero hay que pasar por la teoría. El teórico yugoslavo Darko Suvin (1984) la cifra en el concepto de «extrañamiento cognoscitivo», que señala el efecto estético derivado de un contraste –a veces una colisión violenta– entre los paradigmas del mundo del autor/lector, y un horizonte de situaciones y leyes totalmente nuevas presentes en el mundo narrado, estas últimas resultantes, sin embargo, de extrapolar lógicamente las tendencias sociales, científicas y tecnológicas del presente. Como su nombre indica, surge de la interacción de dos elementos: el extrañamiento y la cognición, los cuales representan las «condiciones necesarias y suficientes» (p. 30) para sustentar la poética del género.

Vamos por partes.

El extrañamiento, primera pieza de esta bisagra, alude al modo en que el arte hace una representación desfamiliarizada de la realidad, al enfocarla desde un ángulo distinto que la hace extraña. Una extrañeza que, sin embargo, no es extravío sino reencuentro, ya que la vida cotidiana, según Shklovski (1965) está inmersa en el automatismo y la rutina; por lo que el extrañamiento artístico (ostranenie) depura la percepción de la realidad a fuerza de «distorsionarla», toda vez que «The purpose of art is to impart the sensation of things as they are perceived and not as they are known» [La finalidad del arte es otorgar la sensación de las cosas tal como son percibidas y no como ya se conocen] (p. 12).

La cognición, por su parte, asigna un papel fundamental a la percepción, pues supone una implicación crítica «renovada» del autor con la sociedad en que vive, que le lleva a someter las lógicas internas de esta a un examen riguroso –necesariamente científico– del que se desprenden «variables portadoras de futuro» (solo por expresarlo en palabras de Suvin) (Suvin, 1984, p. 30), las cuales serán la piedra angular del relato de ciencia ficción. Esto dota a lo cognoscitivo de una potencia transformadora, por cuanto no persigue una mímesis fotográfica de eso que llamamos «mundo real», sino a una revisión de sus pliegues y costados alternos:

Tal y como aquí lo utilizamos, el término (cognición) significa, aparte de un reflejo de la realidad, un reflejo en ella. Presupone un enfoque creador que tiende más a una transformación dinámica que a una reproducción estática del ambiente del autor.  Esta metodología crítica de la CF […] es crítica y a menudo satírica, pues combina la fe en la potencialidad de la razón con una duda metodológica en los casos más significativos. Es clara la afinidad de esta crítica cognoscitiva con los fundamentos filosóficos de la ciencia moderna (p. 33).

Dicho esto, no está demás resaltar que, al ser el punto de llegada de un ejercicio reflexivo-racional, las situaciones representadas en el relato de ciencia ficción, aunque aún inexistentes, siempre son verosímiles, y por lo mismo posibles.

Pues bien, este extrañamiento cognoscitivo está estrechamente vinculado a (y no sería posible sin) otro concepto central en la poética de la ciencia ficción: el novum.

¿Qué es eso del novum?

Pues es ni más ni menos aquello radicalmente «nuevo y extraño» (p. 26) cuya importancia no solo radica en dar forma a este tipo de obras: también contribuye a la identidad y autonomía de sus mundos alternos. El novum es una innovación tecnológica y/o social científicamente validada, que constituye un rasgo diferenciador de este mundo, causal de su «otredad» por cuanto se «desvía de la norma de realidad del autor» (p. 95), y se muestra en una amplia gama de modalidades:

  1. Tecnológicas (la «máquina inmortalizadora» de La invención de Morel).
  2. De personajes/seres (el «hombre-disco duro» de Johnny Mnemónico, o el «planeta viviente» de Solaris).
  3. Espacio-temporales (los planetas Trantor y Terminus en la saga de Fundación, o la coexistencia de tiempos en el planeta Uunu de Trafalgar).
  4. Socioculturales (la célebre «Psicohistoria» en la saga Fundación).
  5. Ambientales (la extinción de la humanidad bajo una nueva era glacial en «Lección de una historia», o la radioactividad terrestre que obliga al exilio lunar en «Si me olvido de ti, oh Tierra…»).

Ya desde esta apreciación teórica podemos hacernos a la idea de que, lejos de una entretención evasiva, nos encontramos ante una literatura muy comprometida con la realidad, como «literatura de ideas» que se precia de ser. Pero este compromiso no es para nada el de un «cuadro de costumbres», ni tan siquiera el del panfleto político, sino el de un sentido crítico que se atreve a traspasar el velo de lo aparente; no en vano, Suvin distingue acertadamente la ciencia ficción de narraciones como el mito que explican la realidad como algo definitivo y estático, en tanto la ciencia ficción considera ilusoria esta perspectiva y la problematiza hasta sus últimas consecuencias.

Lejos de una entretención evasiva, nos encontramos ante una literatura muy comprometida con la realidad.

Esta actitud inscribe al autor/a del género en una larga tradición de ficciones especulativas, tales como las utopías, el «viaje imaginario» o relatos sobre la «isla maravillosa»; en sintonía, además, con el famoso «giro copernicano» de Kant. 

De «otras realidades» y apocalipsis a flor de piel

Bastarían los clásicos del género –Clarke, Shelley, Verne, Asimov, Bradbury, Le Guin, Dick, etc.– para deslumbrarnos en esta clarividencia transformadora de la realidad; bastaría con mirarles de lejos, incluso. Pero en esta ocasión me tomaré el atrevimiento de apartarme del canon y centrar nuestra reflexión en dos obras de la ciencia ficción colombiana, pues la proximidad cultural que exponen nos sería, quizá, más propicia para reconocer ese «sentido de la maravilla» inherente al género.

Por un lado, tenemos «Relación breve y verdadera de un judyo en los reynos del sur», una ucronía del autor colombiano Luis Carlos Barragán Castro.

Este título, que de inmediato evoca a las crónicas de Indias, abre el relato fragmentado y en primera persona de Benjamín, un judío sefardita en el Virreinato de Nueva España quien, tras perderlo casi todo, es presionado por don Hernando de Cáceres, hermano del inquisidor, a emprender una misión secreta hacia el sur del reino; una travesía que realiza con mucha cautela, y con secretas esperanzas de reencontrarse con su hermano y salvar a su familia.

No es sino llegar a «Panamá de la Frontera» para que aquello que pintaba como un marco narrativo familiar pase a ser un escenario que rompe con toda expectativa histórica. Allí donde ¿debería? comenzar el Nuevo Reyno de Granada se levantan las murallas de «Yeni Selçuk», la provincia más norteña del Türkietawantinsuyu, los dominios turco-otomanos en Suramérica que ponen a zozobrar al Imperio español. El narrador se interna alucinado en este mundo que contrasta con sus experiencias y, por supuesto, aún más con la línea temporal del lector; de nosotros los lectores.

No es tanto el hecho de hallar a su paso mezquitas y sinagogas lo que le conmueve, o hammams (baños turcos), o murallas como las de Constantinopla en plena selva del Darién, sino reparar en el orden social que se cuece entre ellas: de Tayrona a Cuzco conviven cristianos, moros «judyos» e «yndios» de todas las etnias en igualdad y armonía; un poderoso sincretismo entre las culturas quichua y turca; nativos muiscas, calimas y zenúes convertidos al islam, dueños de tierras, ostentando el estatus de jenízaros y hasta de generales. El narrador describe este extraordinario crisol de culturas del Türkietawantinsuyu –donde además convergen griegos, búlgaros, bosnios, y armenios cristianos– con la fascinación de quien solo ha conocido hasta entonces la intolerancia y el miedo.

El rasgo más sobresaliente de la ucronía es su carácter altamente especulativo, cuyo encanto está en crear narraciones sobre líneas temporales alternas que parten de un gran evento histórico, y en torno a grandes problemas sociales. El desarrollo lógico que en la obra de Barragán da lugar a este quiebre histórico es tan transparente como ingenioso:

Un morisco originario de Granada que casi había olvidado todo el castellano me contó que si no es por una hermosa mujer yndia, el sultán Selim nunca se habría interesado en estas tierras. Supuestamente, dice el vulgo, unos piratas de Argel habían capturado un galeón español con riquezas de Indias. De allí no solo capturaron los mapas de Cristóbal Colón, sino piezas de oro, frutas exóticas y algunos yndios que tenían en jaulas. Un emisario convenció a dicho pirata de enviarle algunos regalos al sultán, quien, sorprendido por la belleza de aquella yndia, y atemorizado por los avances de los cristianos en tierras tan ricas, decidió enviar una flota para conquistar tierras en nombre del islam. (p. 95)

Independientemente de lo romántica que pueda ser la visión de un sultanato otomano en América, es evidente que aquí nos topamos con una visión extrañada de la Historia; una «contra-historia» en la que, además, resuenan con los ecos de la Utopía de Tomás Moro, y el embeleso de Benjamín se asimila a la experiencia utópica de Hitlodeo. «Extraña», entonces, porque nos enfrenta a la representación de una «realidad que no fue» (esto es, en nuestro universo), pero que contiene un interesante cuestionamiento de las visiones providencialistas de nuestra historia (la supuesta «inevitabilidad histórica» del Imperio español), y a ese pacto social e intercultural que no se dio en ella.

Si la obra de Barragán nos punza desde un universo paralelo, el cuento corto «Rocky Lunario», de René Rebetez, lo hace desde algún punto del futuro, y a más de trescientos ochenta mil kilómetros de distancia de la Tierra. Al otro lado de este abismo, asistimos a la ansiedad de Rocky, a la desolación de Rocky –solo competida por la «magnífica desolación» lunar, como dijera Buzz Aldrin–, a la ira de Rocky…, un astronauta que debe cumplir su turno de un año al frente de una base en la Luna, un complejo gubernamental científico-militar de importancia geo-estratégica y disuasoria, que alberga sistemas antimisiles, equipos para el estudio de planetas y una potente plataforma lanzacohetes; y pese a su gravedad y complejidad, está automatizado a tal nivel que una sola persona pueda hacerse cargo de su monitoreo cada año.

De manera que la soledad y la monotonía del trabajo llevan a Rocky a recrearse constantemente en los recuerdos de su vida en la Tierra, en las borracheras, aventuras sexuales y otros tantos placeres que le alborotan la contemplación de ese globo azul en el firmamento lunar. Pero hoy es un día especialmente angustioso: sus provisiones de chicle (así es, de chicle) se acaban de agotar, y con ella, la última barrera de cordura, en lo que el narrador evoca otra faceta de la personalidad de Rocky que sirve de preludio siniestro:

Había comenzado al mismo tiempo que él y desde niño la angustia que se le había aparecido muchas veces, siempre inopinadamente, al cruzar una esquina, o al terminar un partido de béisbol. Una ira desazonada se apoderaba de él, y tenía necesaria, imprescindiblemente, que dar un puntapié a una lata de conservas, romper una vidriera o un espejo, morder el labio inferior de la muchacha más cercana, o irse a ochenta millas por hora, en sentido contrario, por la autopista de Key West. Luego siempre volvía la paz, escanciada en un «dry martini», al borde de la alberca, en el Prívate Club. (p. 57)

Con lo cual, y agobiado por el peso de sí mismo, decide «dar puntapiés a la lata», «romper la vidriera» y «morder el labio de la chica» de la primera manera en que las circunstancias se lo permiten: accionando el lanzamiento de un misil nuclear que en doce horas impactará y destruirá la Tierra, y mientras llega el momento, se pone a leer una tira cómica.

Aunque brevísimo, este cuento de Rebetez condensa una inmensa energía crítica, y despierta nuestro sentido de la maravilla al dibujar un paisaje social «nuevo» respecto del año en que se publicó (1967), en el que, sin embargo, asoman las vetas del presente: la exploración espacial y la colonización humana de la Luna en un estadio avanzado; la Luna y la órbita terrestre integradas a una carrera armamentística, que por su posición estratégica le ha asegurado la hegemonía a la nación que la alcanzó (Estados Unidos) (una interesante anticipación, por cierto, de la Iniciativa de Defensa Estratégica del presidente Reagan en los años 80). Si nos sentimos transportados a un futuro apocalíptico, este, a su vez, nos traslada a otro paisaje apocalíptico harto conocido por nosotros: la Guerra Fría, con sus horrores, desatinos y glorias.

El verdadero horror de esta Guerra Fría no es la amenaza nuclear de las superpotencias, sino el hecho de que el botón de la extinción esté al alcance de una mente con el suficiente desquicio para oprimirlo; a decir verdad, una mente ordinariamente humana. La impulsividad definitiva de Rocky Lunario expresa, entonces, no solo la consternación por una desenlace más que probable en los agitados años 60, sino otra visión desencantada de la idea del «progreso»; la de inmensos adelantos científicos en manos del mismo primate demente.

El verdadero horror de esta Guerra Fría no es la amenaza nuclear de las superpotencias, sino el hecho de que el botón de la extinción esté al alcance de una mente con el suficiente desquicio para oprimirlo.

De modo que hemos podido reconocer el íntimo enlace de la ciencia ficción con la realidad, a la que sus autores/as intentan permear haciendo un rodeo por la terra incognita de la «imaginación razonada» (Bioy Casares, 2017, p. 87), como la llamara Borges. La voz del autor de ciencia ficción pretende ser la del cronista de la maravilla, aunque a veces retumbe más como la de ese profeta antiguo que hacía tambalear las verdades absolutas, y la confianza de los reyes en la eternidad de sus reinados. 

Aunque no es del todo falso que la ciencia ficción también albergue relatos realmente «escapistas» como los «pulps», las «space operas» o «romances planetarios», no es menos cierto que sus obras emblemáticas nos han hecho repensar desde la extrañeza nuestro mundo, la validez de sus certezas y dogmas, llegando en el camino a anticipar muchos de sus próximos pasos. Dicho de otra manera, y sin ánimo de sucumbir a un idealismo, es válido afirmar que la de ciencia ficción, aunque por momentos dolorosa en sus reflexiones, es ante todo una literatura liberadora; una insólita ventana a la consciencia.


Documentos citados

Barragán Castro, L. C. (2020). Relación breve y verdadera de un judyo en los reynos del sur. En: S. Rhei, M. González (Comp.). Antología iberoamericana de ciencia ficción (pp. 85-102). Norma.

Bioy Casares, A. (prólogo de Borges, J. L.). (2017). La invención de Morel. Cátedra.

Rebetez, R. (1967). La nueva prehistoria y otros cuentos. Editorial Diana.

Shklovski, V. (1965). Art as Technique [«El arte como artificio»]. En: Lemon L. T., Rels, M. J. (Trads. y eds.) Russian Formalist Criticism: Four Essays (pp. 3-24). Universidad de Nebraska.

Suvin, D. (1984). Metamorfosis de la ciencia ficción: sobre la poética y la historia de un género literario (Trad. F. Patán López). Fondo de Cultura Económica (Original en inglés, 1979).


Imagen de cabecera de de Brian Sarubbi en Pixabay.


Ricardo Bolaños

Licenciado en Literatura egresado de la Universidad del Valle. Escribe crónicas, reportajes, artículos de opinión, ensayos, cuentos fantásticos y de ciencia ficción, y disfruta particularmente del pastiche y la parodia.