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La huida del abismo interior
en Nada de Janne Teller

Ricardo A. Bolaños

«Caminando con cuidado para evitar los crujidos, se acercó a la puerta hasta detenerse frente a ella. La  base de todos los miedos  humanos, pensó. Una  puerta entreabierta, apenas entornada»

Stephen King, Los misterios de Salem’s Lot.


Que palabras como «nada importa. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada» salgan de los labios de un niño de 14 años genera desconcierto; y no es para menos. Desde El extranjero (1942) hasta la publicación de Nada (2000) el fantasma del nihilismo no venía a espantar con tanto vigor. Esta novela de la autora danesa Janne Teller, que vio la luz editorial a las puertas del nuevo milenio y al calor del optimismo reinante, ha causado un inmenso revuelo toda vez que sitúa el drama del significado de la existencia en un grupo de adolescentes en edad escolar; un drama que además tiene forma propia: la de un abismo interior.

¿Es realmente esta interioridad un pasaje hacia la nada, o acaso hacia la búsqueda de un significado vital más auténtico?

Todo un programa de mitos, expectativas y propósitos sociales configuran el mundo de los personajes de Nada, y aquellos empiezan a erosionarse desde el primer día de lo que parecía un año lectivo regular en la escuela de Tæring, cuando Pierre Anthon, uno de sus estudiantes, decide pararse, recoger sus cosas y abandonar la escuela para no volver. Esto habría tenido la impresión de una típica chiquillada adolescente de no haberlo coronado con una frase lapidaria: «Nada importa. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada. Eso acabo de descubrirlo» (Teller, 2011, p. 6). 

Como la novela de Albert Camus, y su también célebre ensayo El mito de Sísifo (1942), Nada tiene por trasfondo una crisis, la de las grandes narrativas universales que pretenden fijar un sentido a la existencia humana; crisis que se ha agudizado tras o durante las dos guerras mundiales y tiene un énfasis particular en la llamada era de la postmodernidad. Pero si el Mersault de Camus se halla desde el inicio en el desarraigo absoluto y la orfandad de sentido, los adolescentes de Teller aún permanecen inmersos en el reino del significado, y pelearán con uñas y dientes por aferrarse a él apenas este empieza a verse amenazado.

Quiero detenerme para enfocar una imagen que sigue a la mentada declaración de Pierre Anthon, y es la puerta entreabierta del salón de clases. Resulta fascinante cómo la salida de este personaje dota a la puerta, desde la perspectiva de Agnés (personaje narrador), de atributos vivos, entre humanizantes y bestializantes: 

Y la puerta sonrió. Era la primera vez que le veía hacer eso a la puerta. Pierre Anthon dejó la puerta entreabierta como fauces riendo que podían engullirme si me dejaba seducir y lo seguía. Sonreía. ¿A quién? A mí. A nosotros. Miré a mi alrededor y a todos, aquel molesto silencio me revelaba que los demás también se habían dado cuenta. (p. 6)

Un acto en apariencia tan simple que desencadena una singular alquimia, puesto que el contacto de Anthon con la puerta le otorga a esta la propiedad de símbolo, un tajo que descubre una realidad nueva. La inquietud con la que, entonces, los estudiantes miran la puerta es la misma que despierta una repentina herida en una piel hasta entonces sana.

Por primera vez en la vida escolar de los muchachos, la puerta entornada del salón de clase promete algo más que el corredor de la escuela de Tæring: asoma por ella el abismo, la nada, y la inestabilidad se apodera, entonces, del mundo del significado y el propósito. Indagar en la traducción resulta ilustrativo al respecto, pues lo que en español (al menos en la edición traducida por Carmen Freixenet, 2011) se traduce como «fauces riendo», en inglés es «grinning abyss» (abismo sonriente) (traducción de Martin Aitken, 2010), que a su vez parte de la expresión original en danés «grinende gab», siendo la traducción exacta de «gab» boquete, grieta o abertura (Teller, 2000, p. 7).

Esta grieta es la gran sima de la interioridad a la que en su libro El mal o el drama de la libertad (2014) el filósofo alemán Rudiger Safranski denomina «centro inquieto» (p. 95) –o «hiato», en palabras de A. Gehlen–, esa región que concentra la reflexividad y el intelecto, lo que para los jóvenes protagonistas de la novela se perfila de inmediato como un marco de incertidumbre en el que se vislumbra la muerte de los significados. Pierre Anthon es, pues, un agente de la interioridad descarnada, y lejos de desaparecer, reafirma con su deserción una omnipresencia incómoda, que materializa la pretendida superioridad moral conquistada subido en la copa de un ciruelo. La importancia de Pierre Anthon en el relato es indiscutible al ser la fuerza catalizadora de la conciencia existencial de los muchachos, capaz de sacarlos con sus constantes alaridos de un curso de vida complaciente y desplazarlos hacia el extrañamiento.

Nótese que, hasta la irrupción de Pierre Anthon, el significado se caracteriza por ser una presencia muda, invisible y apenas meditada para sus compañeros de generación (como cabría esperar de un adolescente promedio), lo cual no impide, sin embargo, que este de soporte a sus vidas. Ciertamente, la conciencia del significado emerge ante la proximidad de la nada, ergo, es una conciencia dialógica, y no por ello menos desconcertante. Hay mucho de aterrador en la impasibilidad con que un muchacho de la edad de Pierre Anthon se aviene a la Nada, y aterra porque habla de nosotros mismos, de nuestras sospechas, nuestras esperanzas, nuestros temores, nuestra época en apariencia tan lozana y llena de nuevas ilusiones. Ante tan exultante «derrotismo», los muchachos no pueden quedarse quietos, y se pone en marcha una cruzada en nombre del significado que empieza por arrojarle piedras a Pierre Anthon, y cristaliza en una serrería abandonada donde deciden amontonar una gran variedad de objetos a los que asignan valor. 

Uno podría verse tentado a afirmar que, entonces, el periplo de Agnés y sus compañeros es un viaje hacia el abismo interior, pero considero que más preciso y acertado es decir que se trata de una huida. La terrorífica posibilidad de la nada, que reduce los esfuerzos humanos al absurdo, o bien ofrece la oportunidad de reflexionar sobre el devenir existencial desde el abismo interior, empuja a los protagonistas en el sentido opuesto, a refugiarse en lo que ya les es dado, los sistemas de valores y creencias que los rodean, y más que demostrar su existencia, buscan devolverles la solidez que ya perdieron.

Esta necesidad del significado que preserva del abismo, coincide con el razonamiento de Gehlen, citado por Safranski, sobre la importancia de las instituciones para el ser humano, entendiendo «institución» como cualquier marco de orientación de su existencia, o significado: 

El hombre no puede fundarse cosa alguna sobre la subjetividad porque ésta se hunde en la nada, en aquella grieta («hiato») que se abre cuando el hombre cae fuera de los automatismos de sus acciones y se hace interior. En lugar de intentar llegar a sí mismo, sería mejor que intentara llegar al mundo. La cosificación y la objetivación son alienaciones necesarias para la supervivencia. El hombre es un animal blando, las instituciones son la corteza y la coraza que le dan sostén y lo protegen. El hombre sólo puede mantener una relación duradera consigo mismo y con sus semejantes por vía indirecta, tiene que reencontrarse a través de un rodeo, alienándose; y aquí tienen su puesto las instituciones. (Safranski, 2014, pp. 93-94)

La gama de significados o instituciones con los cuales los protagonistas de Nada intentan conjurar el «hiato» es tan diversa como convencional, que va de lo funcional a lo trascendente. Empieza con posesiones materiales cotidianas, como los zapatos de Agnés; las que se vinculan a la búsqueda del conocimiento, como es el caso del telescopio de Maiken; o a la identidad, en lo que respecta al certificado de adopción de Anna-Li. Pero pronto el desfile de significados toma un viraje escabroso e incluso macabro cuando llegan representaciones culturales como el patriotismo (la Dannebrog o bandera de Dinamarca, perteneciente a Frederik), la religión (el crucifijo de la escuela para el «piadoso» Kai y el tapete de oración de Hussain), la virginidad (Sofie), la familia (el féretro del hermanito de Elise con su cadáver en el interior), la vocación (los guantes de boxeo de Ole y el dedo mutilado de Janne-Joanne con el que tocaba la guitarra), la moda (el cabello azul de Rikke-Ursula), los lazos afectivos (patentes en la cría del hámster de Gerda), así como el prestigio y el dinero, que los protagonistas empiezan a asociar al significado tras venderlo al museo de Nueva York y adquirir notoriedad mediática.

Aparte de representar lo que cada uno de los personajes estima de gran valor material, cultural o sentimental, algo que resalta en esta emergencia del significado hacia la conciencia es el tipo de relación que los personajes guardan hacia tales valores. El drama del sentido existencial adquiere gran importancia en esta historia toda vez que son adolescentes quienes lo viven, seres que se encuentran en un proceso de formación, lo que pone de manifiesto la exterioridad de estos significados, es decir, estos son realmente internalizados por los muchachos, pues les son dados desde fuera, desde el mundo de los adultos. Una breve semblanza de Agnés sobre el personaje Frederik permite ilustrar este fenómeno:

Frederik tenía el pelo castaño y los ojos marrones y siempre llevaba camisa blanca y pantalones azules con raya que los demás chicos hacían lo posible por cargarse. Y, como sus padres, que estaban casados y no divorciados y nunca lo estarían, Frederik creía en Dinamarca y la Casa Real y no tenía permiso para jugar con Hussain. (Teller, 2011, p. 26)

De manera que esto los convierte en una prolongación obediente de tradiciones, las cuales encajan en la categoría que el filósofo Martin Heidegger denomina «el Uno» (Das Man), eso que sitúa al Dasein o individuo abierto al ser en una «existencia inauténtica» que lo aleja de la conciencia del «ser-para-la-muerte». «Cada Dasein está disperso en el Uno y debe llegar a encontrarse» (Heidegger, 2009, p. 148).

Nada arroja un cuestionamiento, más que a los sistemas de valores, a la forma de asumirlos, pasiva cuando no dogmática, tan banal como frustrante, y en esto se cifraría su decadencia. Tanto el montón de significado como el proceso de demostrar y defender tales significados no hacen sino poner de manifiesto simbólicamente su corrosión, toda vez que sacan a flote el miedo, el fanatismo, la intolerancia y el resentimiento de los muchachos, que terminan haciendo de Pierre Anthon el chivo expiatorio de su cruzada. 

En el plano de lo simbólico, resulta muy elocuente que el nombre del pueblo donde transcurre el relato, Tæring, derive —según una nota del traductor de la novela al inglés, Martin Aitken— de un verbo danés que alude a la corrosión o erosión gradual de algo sólido, como, por ejemplo, los metales (Aitken, 2010). Esas ideologías totalizantes que parecían tan sólidas como el acero manifiestan su decadencia en la medida que tiranizan al ser humano, le alienan y vuelcan en una espiral inacabable de autodestrucción. Siguiendo por este camino llegamos al ciruelo, ese desde donde Pierre Anthon pega sus alaridos nihilistas, esto considerando el papel simbólico que culturas orientales como la china asignan a la flor de este árbol, que representa la perseverancia y la esperanza, dada su capacidad de resistir el invierno más crudo y anunciar la llegada de la primavera.

¿Es la nada de Anthon nada, el invierno final, o el anuncio de una primavera venidera que la ilusión de significados «impuestos» impide a los muchachos de Tæring vislumbrar?

En un principio, la apuesta de Pierre Anthon por la inacción como forma de vida nos tienta a pensar en Nada como nueva proclama literaria del nihilismo en su dimensión más pasiva. Pero si nos resistimos un tanto a la seducción de confinarnos en el ángulo de Anthon y nos desplazamos hacia una perspectiva global de los discursos del relato, nos lleva a una lectura más existencialista, a razón de que lo que cuestiona no es tanto que la vida tenga significado, sino la ambición humana de medir la existencia con un sistema de valores objetivo y universal o, en su defecto, la asunción irreflexiva de ideas que conduce inevitablemente al fanatismo. En efecto, Pierre Anthon opta por la resignación ante la nada para su propia vida, pero su discurso se moviliza y despliega ante sus antiguos compañeros de séptimo grado como un reto. ¿Un reto para qué? Para sacudirse del automatismo de las ideologías y mirarlas bajo una nueva luz, en busca de esa «verdad verdadera para sí mismo» a la que hacía referencia Søren Kierkegaard:

The thing is to find a truth which is true for me, to find the idea for which I am willing to live and die (La cuestión es hallar una verdad que sea verdadera para mí, hallar la idea por la que esté dispuesto a vivir y morir ). (Kierkegaard, 1835) (traducción propia)

La interioridad, por tanto, se abre como espacio donde se puede replantear el camino andado, la conveniencia de seguir caminando en la misma dirección o de cambiar de rumbo, y esto no implica, necesariamente, la destrucción de las viejas formas de entender el mundo, sino su redescubrimiento racional. Es de cierta manera una reedición de esa facultad constitutiva del ser humano a la que Heidegger denomina Dasein, esto es, un ente capaz de salirse de sí mismo y observarse, así como «posibilidad de ser», el cual:

Se comprende en su ser de alguna manera y con algún grado de explicitud. Es propio de este ente (el Dasein) el que con y por su ser éste se encuentre abierto para él mismo. La comprensión del ser es, ella misma, una determinación de ser del Dasein. La peculiaridad óntica del Dasein consiste en que el Dasein es ontológico. (Heidegger, 2009, pp. 32-33) (el subrayado es mío).

Mas esta permanente apertura hacia el ser siempre será principio de angustia e incertidumbre. No en vano, Agnés exclama en pleno funeral de Pierre Anthon que «Lloramos porque habíamos perdido algo y alcanzado otra cosa. Y porque hacía daño el perder tanto como el ganar y todavía no podíamos poner en palabras lo que habíamos ganado» (p. 106).

Nada, entonces, alegoriza el problema de la libertad, la cual está atravesada por el temor a la responsabilidad que reclama a cada ser humano determinar su propio derrotero vital en armonía con el mundo. La interioridad que se abre paso en medio de las grandes narrativas orientadoras deviene abismo o nada siempre que el ser se niega a aceptar el desafío de encararla.


Documentos citados

Heidegger, M. (2009). El ser y el tiempo (Trad. J. E. Rivera). Trotta.

Kierkegaard, S. A. (1835). Søren Kierkegaard’s Journals & Papers, Book I A.

Safranski, R. (2014). El mal o el drama de la libertad (Trad. R. Gabás). Tusquet Editores.

Teller, J. (2011). Nada (Trad. Carmen Freixenet). Seix Barral.

Teller, J. (2010). Nothing (Trad. Martin Aitken). Simon & Schuster Children’s Publishing Division, Atheneum Books for Young Readers.

Teller, J. (2000). Intet. Dansklærerforeningens Forlag.


Imagen de cabecera: portada. Tomada de Amanece Metrópolis.


Ricardo Bolaños

Licenciado en Literatura egresado de la Universidad del Valle. Escribe crónicas, reportajes, artículos de opinión, ensayos, cuentos fantásticos y de ciencia ficción, y disfruta particularmente del pastiche y la parodia.

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