«Lectura y cuidado de sí»,
una mirada al texto de Anthony Sampson
Tan natural nos parece leer y tan natural es nuestra manera de leer que ignoramos que la lectura es una práctica históricamente constituida. De esta manera Anthony Sampson nos introduce en el recuento histórico de la práctica de la lectura en su artículo «Lectura y cuidado de sí».
Jorge Medina
Tan natural nos parece leer y tan natural es nuestra manera de leer que ignoramos que la lectura es una práctica históricamente constituida. De esta manera Anthony Sampson nos introduce en el recuento histórico de la práctica de la lectura en su artículo «Lectura y cuidado de sí».
Uno de los hitos memorables de la práctica de leer es la aparición de la lectura como un ejercicio «privado, individual y singular». Para nosotros no es extraño leer en medio de la agitada cotidianidad. Realmente, es poco lo que nos impide leer en el transporte público, en los paraderos, en los asientos de las terminales, en las salas de espera de bancos, hospitales y salones de belleza. Nos parece tan natural que no sospechamos de su trascendencia histórica. La lectura no se realiza exclusivamente en el retiro privado del hogar, sino también en esa suerte de retiros en público, a la vista de todos y de nadie. Esta es la lectura individual:
(…) la lectura hoy en día es mayoritariamente una actividad de consumo individual que no requiere para su ejercicio más que de un retraimiento, en el que el sujeto se aísla de todo lo que lo rodea y se recoge en sí (p. 5).
En principio, este es el primer elemento que constituye la lectura individual: el lector se aísla y se planta de cara al texto; no necesita compañía. Leer individualmente no nos sorprende, por eso podría sorprendernos saber que alguna vez la lectura fue principalmente pública y no era concebible como un ejercicio silencioso.
Las prácticas de lectura y escritura están estrechamente ligadas. Nos recuerda Sampson que «en la escala platónica lo oral recibe una valoración muy superior a la que corresponde a lo escrito», razón por la que la escritura en la Antigüedad grecorromana se veía necesariamente supeditada al acto de la «re-vocalización» para ser comunicable:
Así, la escena de la lectura en la Antigüedad implica no dos, sino tres actores empíricos: el lector, el texto leído, y una tercera persona, singular o plural, el público oyente, aunque sea el mismo lector (p. 5).
Esta concepción de la práctica de lectura entroncaba con algunas ideas filosóficas de la época que partían de la convicción de que la filosofía no solo era abstracción teórica, sino el «arte de aprender a vivir (y a morir)». Para esto eran importantes los ejercicios filosóficos que Pierre Hadot llama «ejercicios espirituales», tal como nos recuerda Sampson. Estos ejercicios se encaminaban a la curación del ser, al cuidado de sí. La amistad y el diálogo eran dos de las técnicas, y el diálogo, en particular, se emparentaba fuertemente con la concepción de la lectura.
Lectura y cuidado de sí: el papel de la alteridad
La gran representación sobre la potencia filosófica del diálogo para la cultura occidental es Sócrates, quien ha llegado a nosotros gracias a Platón. Con la figura de Sócrates tenemos esa característica filosófica del diálogo que Sampson define como «una modalidad de ejercicio espiritual, practicada en común, que invita al ejercicio espiritual interior, es decir, al examen de conciencia, a la atención a sí, en breve, al famoso “conócete a ti mismo”».
El ejercicio de conocerse a sí mismo no era íntimo, pues la intimidad ha necesitado un largo proceso histórico para consolidarse como la entendemos en el mundo contemporáneo, pasando por la enorme transformación de la subjetividad en manos del cristianismo. Conocerse a sí mismo implicaba verse a través de otro.
Para entender este imaginario de la época, Sampson nos refiere que en Alcibíades Sócrates afirma que «si el alma está dispuesta a conocerse a sí misma, tiene que mirar a un alma, y sobre todo a la parte del alma en la que reside su propia facultad, la sabiduría, o a cualquier otro objeto que se le parezca» (p. 6). Contrario a lo que podríamos entender en la actualidad, conocerse a sí mismo implicaba necesariamente abrirse a la alteridad y no encerrarse en el habitáculo de la intimidad.
En este escenario descrito, la palabra hablada guardaba toda potencia transformadora: solo al decirse podía vivir e influir en el oyente. Por esto el «libro era sólo el eco de la palabra», indica Sampson, y continúa:
En la Antigüedad se leía siempre en voz alta, o bien por un esclavo, quien leía a su amo, o bien por el autor en una lectura pública, o bien por el lector quien vocalizaba para sí mismo (p. 7).
La scriptura continua
Como elemento importante, la escritura en la Antigüedad grecorromana se caracterizaba por no usar signos de puntuación. Se trataba de la scriptura continua. Esta forma de escribir se realizaba pensando que debía ser vocalizada, pues sin esa vocalización la decodificación de su sentido se haría más difícil. La entonación estaba en manos del lector, más bien, en su boca:
Era una puntuación, no la puntuación del texto. La autoridad del lector, en caso de que fuera el maestro, por sí sola no podía garantizar que la puntuación que realizaba al leer en voz alta tuviera que coincidir con toda exactitud con la que, de naturaleza sumamente insegura, se desprendía del texto mismo (p. 9).
Esto significa que en aquella época la escritura no tenía marcas textuales que determinaran las pausas necesarias para delimitar sintácticamente las líneas de texto, ocasionando una posible variación de sentido si el mismo texto era leído con pausas diferentes. Para entenderlo desde nuestro imaginario actual de la lectura, observemos las diversas posibilidades semánticas de las siguientes tres oraciones:
- «Si entendiera lo que dice estaría bien».
- «Si entendiera, lo que dice estaría bien».
- «Si entendiera lo que dice, estaría bien».
En 1 no tenemos puntuación, razón por la que coexisten en la misma oración las posibilidades 2 y 3, con sus sentidos claramente diferentes.
En 2 tenemos a un sujeto que, si entendiera, lo que dice estaría bien. Estaría bien lo que dice porque hubo algo que entendió.
En 3 tenemos a un sujeto que, si entendiera lo que dice, estaría bien. Estaría bien que ese sujeto entendiera lo que dice.
En 2 y 3 tenemos explícitos los sentidos, pero no en 1. Según lo explicado por Sampson, la oración 1 en la época que nos ocupa estaría escrita así: «Sientendieraloquediceestaríabien», dificultándonosaúnmássusentido.
Frente a este fenómeno sucedía algo interesante. Explica el autor:
El alumno encontraba enseñanza en este ejercicio [de lectura] e interrogaba no sólo lo que estaba asentado en el papel sino también a su maestro, el cual se exponía a ser interrogado por sus alumnos. La lectura se constituía a partir de estas interrogaciones y del diálogo que suscitaban. De este modo, el “texto” no se reducía a ser la mera vocalización de los caracteres escritos, sino que era la sucesión fónica puntuada por la voz del maestro, pero en la que participaban igualmente otras voces que contribuían al establecimiento del texto (p. 9).
Si contrastamos esta práctica con nuestra lectura actual, podemos decir lo siguiente: nosotros también compartimos interrogantes sobre el sentido de los textos, pero, a diferencia de la Antigüedad grecorromana, nosotros sí poseemos la puntuación para contribuir al establecimiento de sentido en la lectura. En aquella época, por el contrario, la entonación era parte activa de la interpretación, situación que ocasionalmente nos ocurre.
Este aspecto de la escriptura continua y sus consecuencias en la lectura indican la gran importancia de la práctica pública de la lectura, pues la decodificación del sentido demandaba no solamente la oralización del texto, sino el intercambio de ideas frente a sus posibles significados, en la medida que la oralización podía generarlos variadamente.
De la lectura pública a la privada: la escena de Ambrosio leyendo en silencio
Nos refiere Anthony Sampson la reconocida escena del capítulo III del libro VI de Confesiones, la obra biográfica de San Agustín. Se trata de la extraña práctica de lectura del maestro Ambrosio:
Cuando éstos [los hombres de negocios] le dejaban libre —que no era por mucho tiempo— se dedicaba a reparar el cuerpo con el sustento necesario o el alma con la lectura. Cuando leía, sin pronunciar palabra ni mover la lengua, pasaba sus ojos sobre las páginas, y su inteligencia penetraba en su sentido. Todo el mundo podía entrar a verle, ni era su costumbre hacerse avisar, de forma que, cuando yo entraba a menudo a verle, le hallaba leyendo en silencio, pues nunca lo hacía en voz alta. Me sentaba a su lado sin hacer ruido —pues ¿quién se atrevía a molestar a un hombre tan absorto?— y pasado un tiempo me marchaba. Sospechaba que no quería se le distrajera con otro asunto en el poco tiempo de que disponía para reparar su espíritu, alejado del tumulto de los negocios ajenos. Sospecho que leía así por si alguno de los oyentes, suspenso y atento a la lectura, hallaba algún pasaje oscuro en el libro que leía, exigiéndole a exponer las cuestiones más difíciles. De este modo se veía obligado a emplear el tiempo en estas tareas, impidiéndole leer otros libros que deseaba. Aunque quizá la razón más fuerte para leer en voz baja era la conservación de su voz, pues se ponía ronco con suma facilidad. Cualesquiera que fueran sus razones, ciertamente eran buenas.
Imaginémonos a un lector en el transporte público. No lee en silencio, lo hace en voz alta. No pasaría desapercibido. Nos resultaría extraño. Es la misma sensación que causaba Ambrosio con su lectura silenciosa. Leía «sin pronunciar palabra ni mover su lengua, pasaba sus ojos sobre las páginas, y su inteligencia penetraba en su sentido». No necesitaba la vocalización para comprender. En este punto, nos explica Sampson, «es preciso recordar que Ambrosio leía necesariamente un texto escrito a la antigua, cualquiera que fuese —Plotino, Isaías, Cicerón, San Pablo, Platón—, es decir, sin separaciones entre las palabras y carente de todo otro signo de puntuación» (p. 11). ¿Qué significa esto? Que su lectura anulaba una herramienta clave para la decodificación del sentido. No solo eso, estaba cuestionando el poder atribuido a la palabra hablada, pues se sabía capaz de «penetrar en su sentido» sin pronunciarla.
Quizá no fue Ambrosio el primero en hacerlo, pero es la figura clave en la reflexión sobre el origen y el sentido de la lectura silenciosa, la lectio tacita, en contraposición con la lectio publica. En la escena descrita por San Agustín se destacan dos elementos muy valiosos sobre la lectura en silencio:
- «¿Quién se atrevía a molestar a un hombre tan absorto», dice San Agustín. Aquí tenemos la bien conocida protección dada por el libro. Basta ver al lector absorto en su lectura para convencernos de que no debemos molestarlo. Puesto que no lee en voz alta, no somos partícipes de su lectura. Es un atisbo de privacidad que, posteriormente, desembocaría en la intimidad.
- Contraria a la práctica de poner en abierta comprensión las palabras de la escriptura continua, Ambrosio tendía una frontera en la que solo su entonación demarcaba el sentido. Aquí tenemos, entonces, una elevada importancia sobre la comprensión propia de la palabra, una individualización del acto interpretativo. Basta el propio entendimiento.
Estos elementos característicos de la interioridad del sujeto están estrechamente relacionados con el giro cultural provocado por el cristianismo. Una práctica cristiana común hasta nuestra época, ya practicada por San Agustín, consiste en leer al azar el Evangelio. Este ejercicio se considera iluminador, sanador, dador de una verdad hasta el momento desconocida; el mensaje es entendido como personal, dirigido por la divinidad al lector. En palabras de Sampson:
En la lectura silenciosa lo que Ambrosio buscaba era ese hombre interior, que no se revela en el orden sonoro, físico, exterior, sino en el orden visual que la luz deja ver. El hombre interior, ya que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, es la dimensión espiritual como tal; es el que permite descubrir la luz interior que “ilumina el espacio en el que estoy presente ante mí mismo” [cita tomada por el autor de la obra de Charles Taylor: “The sources of the self”, 1989]. Lo que ilumina, la luz del alma, es la razón divina, es decir, el Cristo que habita en el interior del espíritu humano (p. 14).
De esta manera queda clara la relación entre la nueva concepción de la lectura y la espiritualidad del cristianismo. Se trata ya de una práctica de lectura silenciosa para echar a rodar un mecanismo de comprensión interior ligado a la presencia de la divinidad. En esta transformación de la lectura pública a la lectura privada observamos que el cuidado de sí pasó de ser ejercido en el medio colectivo al privado.
En la actualidad, sin embargo, ambas prácticas permanecen, y cada una es una herramienta de formas diversas del cuidado de sí. La lectura pública sigue ocupando un lugar importante: se lee literatura en público como divulgación del arte en un escenario compartido y también se generan diálogos respecto a las interpretaciones de los textos. Este intercambio de sentidos prevalece, aunque no como condición necesaria para el entendimiento.
La lectura en silencio, por su parte, es la que mayormente nos ocupa en el mundo contemporáneo, despojada ya de su carácter divino. Leer en silencio nos permite protegernos de la intervención exterior, refugiarnos en la interioridad, escapar de la angustia pública, adentrarnos en la reflexión interior sobre nuestra vida personal o sobre las múltiples dimensiones de la vida general: el arte, la política, la cultura, las ciencias, etc.
Hay que decir, además, que la lectura en silencio se encuentra, ahora más que nunca, enmarcada en las prácticas de la privacidad e intimidad, pues con la afluencia de los intercambios textuales en los sistemas de mensajería instantánea estamos la mayoría de nuestro tiempo en el terreno íntimo de la lectura silenciosa: leemos y escribimos ahora más que en cualquier otra época, y la lectura y la escritura se realizan cotidianamente en el terreno privado: en los chats. De una manera bastante particular, el diálogo lo ejercemos en silencio.
Documento citado
Sampson, A. (1997). Lectura y cuidado de sí. Revista de la Universidad del Valle, (16), 4-16.
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