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Luvina y las reminiscencias
del más allá

Apuntes sobre «Luvina», una inquietante tierra en la ficción de El llano en llamas, de Juan Rulfo. La maestría narrativa de este autor construye una atmósfera pesimista, melancólica y solitaria.

Nathaly Romero Obonaga

Luvina, de Juan Rulfo
Generada por Magic Media (Canva)

Adentrarse al mundo narrativo de Juan Rulfo implica conectarse con el contexto rural mexicano de los años cincuenta, o incluso de épocas anteriores. Es un universo donde el ambiente es desolador no sólo a nivel físico, sino también emocional, y en el cual la muerte parece siempre estar al acecho de nuevas víctimas. 

Recorrer las páginas de El llano en llamas es caminar por un lugar desértico donde el encuentro con la tragedia parece inevitable para cada uno de los seres que allí habitan. Es precisamente esta tragedia, la que sin pretenderlo, va a encontrar la persona que planea viajar a San Juan Luvina, en el cuento Luvina, según todas las advertencias y anécdotas relatadas por el hombre que vivió allá y cuyo nombre, al igual que el nombre y la voz de su interlocutor, nunca llegamos a conocer.

Rulfo en su maestría narrativa elige un narrador homodiegético, es decir, que relata en primera persona y hace parte de la historia, aun cuando todo el tiempo se refiere al pasado de su vida, mientras en el presente toma una cerveza, en lo que parece ser una cantina, con el hombre al que está tratando de persuadir para que no vaya a Luvina, esa tierra que parece estar maldita según su punto de vista. Una elección cautelosa de parte de Rulfo, ya que este narrador es el que nos entrega de manera dosificada todo lo que el otro hombre y nosotros los lectores debemos saber acerca de ese inquietante lugar:

Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto…

(Rulfo, 1953)

Desde este fragmento, al inicio del cuento, se insinúa la muerte, de manera poética por el manejo del lenguaje en el que se narra; a medida que transcurre el relato, se acentúa aún más, aunque no se le nombre de forma directa. En este orden de ideas, encontramos, por ejemplo, el siguiente fragmento:

Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre.

(Rulfo, 1953).

Con dichas palabras se alude a la muerte como suele reconocerse en la cultura popular: vestida con una túnica o algo semejante de color negro. Sobre este símbolo, dentro de sus acepciones, Chavelier (1986) nos refiere uno muy cautivador: «La Muerte -o el Guadañador- expresa la evolución importante, el duelo, la transformación de los seres y las cosas, el cambio, la fatalidad ineluctable y, según O. Wirth, la desilusión, la separación, el estoicismo o el desaliento y el pesimismo».

Son precisamente estos sentimientos referidos al final los que se imponen en todo lo que relata el  narrador sobre su experiencia en Luvina:

Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.

(Rulfo, 1953)

A través de las anécdotas del narrador, Luvina se constituye como un lugar dotado de una atmósfera en la que reinan el pesimismo, la melancolía, la soledad, el misterio y la profunda tristeza por la muerte que acecha a cada habitante. Para ilustrar dicha idea, encontramos fragmentos como el siguiente:

Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.

– ¿Qué quieren? -les pregunté- ¿Qué buscan a estas horas?

Una de ellas respondió:

-Vamos por agua”.

 (Rulfo, 1953)

En esta parte, que tiene lugar mientras la mujer y el hijo del hombre que narra están en la iglesia, recién llegados al pueblo, se reitera una vez más el motivo del color negro tan asociado a la muerte, y además resulta especialmente inquietante la presencia de las mujeres que parecen simbolizar lo que se conoce en la cultura católica como «las ánimas del Purgatorio», a quienes algunas personas practicantes de esta religión acostumbran dejarles un vaso de agua junto a una veladora  para que se refresquen.

Hacia el final del relato, el hombre que narra expresa puntualmente que Luvina es el Purgatorio:

San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo…

(Rulfo, 1953)

Acerca del Purgatorio, Chavelier (1986) anota: «Dante en la Divina Comedia: por debajo de Jerusalén está la entrada de los infiernos; en el polo opuesto están la montaña del purgatorio y la entrada de los cielos (…)». Recordemos lo expresado por  el narrador al inicio del cuento acerca de la descripción geográfica de Luvina:

Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas

(Rulfo, 1953)

En todo momento, a través del narrador que vivió en Luvina, Juan Rulfo con su maestría nos habla de ese lugar, que es en realidad el denominado Purgatorio en la tradición católica, religión imperante en el contexto mexicano, y no sólo nos relata acerca de este lugar, sino que lo hace de manera astuta a través de la figura de un difunto que le habla a alguien que también morirá y se dirige hacia el Purgatorio, hacia Luvina, donde reinan el silencio y la oscuridad.  

Referencias

Chavelier, J. (1986). Diccionario de los símbolos. Barcelona: Herder.Rulfo, J. (1953).

Luvina. En J. Rulfo, El llano en llamas.



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