«Harrison Bergeron» y la vieja discusión
sobre la igualdad y la libertad
Incluso antes de que «Black Mirror »pusiese el foco sobre esta tragedia humana, una de las primeras ocasiones para reflexionar sobre este tema me llegó con «Harrison Bergeron» (1961), el extraordinario relato de ciencia ficción escrito por Kurt Vonnegut.
Ricardo A. Bolaños
La igualdad es tal vez la más anhelada de las utopías, lo cual de por sí es inquietante. Y es que hace mucho casi me obsesiona la posibilidad de que las distopías (o al menos muchas de ellas) no sean más que viejas utopías en marcha, modelos sociales que han traspasado los límites de un borrador, de las novelas o del simple deseo. Incluso antes de que Black Mirror pusiese el foco sobre esta tragedia humana, una de las primeras ocasiones para reflexionar sobre este tema me llegó con «Harrison Bergeron» (1961), el extraordinario relato de ciencia ficción escrito por Kurt Vonnegut que pasa revista a uno de los pilares del humanismo moderno (acaso el más importante): la igualdad absoluta.
Y al fin fueron iguales
La historia transcurre en un futuro distante. De ser ideal, por fin la igualdad ha pasado a ser una conquista social en el Estados Unidos de 2081, pues, al parecer, ya «nadie es más que nadie», ni más fuerte, ni más inteligente, ni más talentoso, ni más bello, todo gracias a la diligente vigilancia del Estado que, por medio de un sistema de control basado en handicaps o «discapacitadores», ha logrado nivelar a la sociedad neutralizando el más mínimo factor de desigualdad entre las personas.
Este «reino de la igualdad», sin embargo, no demora en enseñar sus colmillos totalitarios. Asistimos a un mundo en que los inteligentes llevan aparatos ruidosos en sus orejas para evitar que «piensen demasiado», los fuertes cargan pesas debilitantes, las bailarinas bolsas pesadas que entorpecen sus movimientos, la gente bella debe usar máscaras todo el tiempo y los locuaces portan artefactos que entorpecen la comunicación, dispositivos estos que reciben el nombre de «discapacitadores». La igualdad en el mundo de «Harrison Bergeron» deriva, pues, del acto de igualar hacia abajo, de cercenar la excelencia en todas sus manifestaciones, como en el mítico lecho de Procusto.
Aun cuando George Bergeron, padre de Harrison, se empeña en justificar estas restricciones señalando el temor a volver a «los tiempos oscuros» en que «todos competían contra todos los demás», lo cierto es que no hay nada más caótico que este mundo donde la mediocridad forzada es la norma:
El locutor, al igual que todos los locutores, tenía un serio impedimento del habla. Por cerca de medio minuto, y en un estado de gran excitación, el locutor trató de decir: “Señoras y señores”.
Finalmente, se dio por vencido, y entregó el boletín a una bailarina para que lo lea.
–Está bien, dijo Hazel sobre el locutor, –lo intentó. Eso es lo que cuenta. Trató de hacer lo mejor que pudo con lo que Dios le dio. Debería obtener un buen aumento por intentar tan duro.
Si alguna vez este igualitarismo del relato partió de un consenso, ahora evidentemente se trata de una imposición que, por supuesto, no deja de generar tensiones en los ciudadanos:
–Has estado muy cansado últimamente, algo extenuado– dijo Hazel–. Si sólo hubiera una manera de hacer un pequeño agujero en el fondo de la bolsa, y de sacar algunas de las pelotas de plomo. Sólo unas pocas.
–Dos años de prisión y dos mil dólares de multa por cada pelota que saque– dijo George–. Yo no lo llamaría una ganga.
–Si sólo pudieras sacar unas cuantas cuando llegas a casa del trabajo– dijo Hazel–. Quiero decir, es que no compites con nadie por aquí. Solamente te quedas sentado.
Y como cabe esperar de este tipo de escenarios distópicos, aparece una figura rebelde y trágica, Harrison Bergeron, joven de 14 años señalado como «enemigo público» del sistema no solo por reunir casi todas las cualidades extraordinarias posibles (inteligencia, fuerza, belleza y destreza física), sino por negarse a seguir tolerando la tiranía de los handicaps en su cuerpo, en su ser, en favor de algo muy subversivo: su espontaneidad.
Igualdad absoluta…, pero no tan absoluta
Mientras en Rebelión en la granja de George Orwell se dice que «todos los animales son iguales, pero unos animales son “más iguales” que otros», en «Harrison Bergeron» tal contradicción es, paradójicamente, la máxima garantía de esta «igualdad». En un mundo hostil a las desigualdades, una nueva casta de burócratas —representada en Diana Moon Glampers, directora de la «Agencia Discapacitadora General» (Handicapper General)— está exenta de los handicaps que tiene por misión imponer a los ciudadanos sobresalientes, tanto, que es la misma Glampers quien asesina con una escopeta a Harrison Bergeron y a la bailarina por despojarse de sus handicaps en televisión, sin que nada afecte su puntería.
Más allá del tono satírico que permea el relato y su consecuente ambigüedad, lo cierto es que es difícil ignorar la evidente actualidad de «Harrison Bergeron», a juzgar por el creciente espacio que ha ganado la igualdad en la agenda política del siglo XXI (particularmente en la de Colombia y del mismo Estados Unidos). Si en los años 60 el relato transpiraba burla a la típica paranoia gringa de la Guerra Fría, hoy despierta interrogantes nada despreciables sobre las implicaciones de la palabra igualdad, las tensiones entre igualdad y libertad, pero, ante todo, sobre el papel que jugaría el Estado como responsable de «administrar» esta igualdad y la ingeniería social que requeriría la construcción de un hipotético escenario igualitario.
De hecho, ¿qué tan hipotético es en nuestros tiempos?
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